Retorno

 


Retorno


Caminando por las calles de un pueblo de esos de cuyo nombre no quiero mencionar, pero que siempre tengo presente, casi sin proponérmelo esta vez, ya que salí a andar con la excusa de “agarrar frío” como estrategia para despejarme un poco de las labores del día a día y como estrategia para combatir la oleada de altas temperaturas en este terruño que sigue diciendo en su publicidad de ser una ciudad de eterna primavera, pero que cada vez le dura más la temporada de calor y las temperaturas por encima de los 35 grados centígrados; una Ciudad Pacífico que cada vez se vuelve menos gracias a que las fuertes oleadas de sol penetrante alteran el humor de las personas, convirtiéndolas en seres más hostiles, menos empáticas y dispuestas a irse a los golpes por el menor detalle.


Dio la casualidad de que el destino, hizo coincidir una semana de asueto y que el azar coincidieran en llevarme de nuevo a aquellos parajes, para disfrutar de nuevo un espectáculo, que independiente de que uno sea creyente o no, vale la pena ver, ya que todo el casco urbano del municipio, paraliza el resto de sus actividades productivas para concentrarse en las actividades concernientes a la celebración o conmemoración de la semana mayor o la Semana Santa.


El Domingo de Ramos, el día que da apertura oficial a aquella festividad, las personas conscientes de no seguir destruyendo las palmas de cera, que en otrora eran taladas para vender sus ramas para emular los ramos que le daban la bienvenida a este evento, han decidido de hacerlo agitando al aire pañuelos blancos y ramos de diferentes flores, compradas o adquiridas a los comerciantes locales, en una forma de no solo celebrar, sino ayudar a la economía del lugar. Un día que en general fue para empezar el reencuentro con personas que por diversas razones ya no conviven permanentemente en el lugar, pero que a la menor excusa para retornar y encontrarse con los suyos, claro, que también es una razón para que las personas que alguna vez fueron extraños se conviertan en nuevos conocidos y encuentren varios motivos para hacer de ese terruño algo propio.


Este lunes, que aparte de ser santo también era festivo, se utilizó como excusa para visitar y recordar esos sitios que aún existen en lo cuales otrora se realizaban paseos de olla, comidas a la ribera del río, alimentos cocidos con la paciencia que implica un fogón de leña, viandas autóctonas que aunque muchas ya se comercializan fuera de esas fronteras, no saben igual que cuando son consumidas en el lugar de origen y recién preparadas; claro no faltaron los viejos amigos que me reclamaron por estarme alojando en un hotel como si fuera un recién conocido que no tenía confianza para llegar a la casa de alguno de ellos y expresar que venía a compartir historias al calor del fogón por un espacio indeterminado de días y un sin fin de noches largas, eternas y bohemias.


De esta manera me vi desalojado de la pieza del hotel que había rentado a un precio muy económico, teniendo en cuenta la temporada, lo cual me di cuenta cuando regrese al hotel y vi a un administrador preocupado, pensando un montón de cosas sobre mí, ya que mis cosas se las habían llevado las autoridades civiles, argumentando quien sabe qué cuentos, dejándome a mí con fama de ser una persona no deseable para las instalaciones de tan buen nombre; pero que al explicarle que en realidad habían sido unos amigos que me reclamaban para sus moradas, dejo ver la verdadera naturaleza de un ser que en lugar de ver personas solo veía números y dinero.


Martes y miércoles se convirtieron en uno solo, gracias al compartir una especie de ágape con historias, anécdotas, datos curiosos, chistes, canciones y remembranzas tanto de los locales como de los recién llegados, o como alguien lo expreso, recién retornados, todo ello acompañado por el tañido de instrumentos musicales, viandas, comestibles, licores industriales y menjurjes artesanales, al fin y al cabo cada encuentro es una excusa para celebrar la vida, para encontrarnos así sea al calor de las mismas historias de siempre que recuerdan otros tiempos.


El jueves, con motivo de la última cena, según las tradiciones católicas, se decidió que nosotros, los que aún contamos la historia, nos merecíamos también una última cena, con motivos no tan específicos, pero sí con la meta clara, así que cada uno aporto lo que más le apetecía para cenar, en una especie de ritual en el cual se encuentran los amigos, tanto los viejos, como los nuevos, como los recién hechos, y quizás en la guía Michelin no se encuentre un nombre similar para esa mixtura de sabores, pero como la idea era compartir más que aparentar o tomarle fotos para subir a una red social, la etiqueta fue lo que menos importo; claro que no falto el que insinuó que por qué hacerlo un jueves y no un domingo, pero se le argumentó que con el tiempo habíamos aprendido que las cosas se hacían así, cuando surgía la idea o el antojo, en lugar de preparar algo tan meticulosamente, que se daba lugar a que la providencia interviniera y aguara los planes.


El jolgorio de los días anteriores fue opacado por la solemnidad del día viernes, donde creyentes católicos, agnósticos, ateos, evangélicos, pentecostales y otro sin número de religiones, sectas y grupos, entendían que el día más que un ritual de feligreses, era la fecha establecida para recordar a los que ya no estaban, a esos que se nos habían adelantado, esos que habían sacado el tiquete de ida para el otro barrio, los que les habían dado el ácido (el ha sido un placer verte o tenerte aquí), una actividad en la que propios y recién llegados entendieron que era lo que significaba aquel día para una población que a través de su historia ha vivido y soportado varias veces grandes oleadas de violencia y astigmatismo, pero que ellos a través de un proceso de resiliencia, de amor propio, de entender que si ellos mimos no lo hacían, nadie más lo iba a hacer.


El desfile religioso empezó con gran puntualidad, no fue necesario enviar pregoneros a que pidieran el favor de que apagaran la música por un momento, ya que todos sabían que día era ese exactamente, no era día de fiesta, era una jornada de recordar y rememorar, así que el evento encabezado por las autoridades civiles y religiosas, a los que simplemente se les saludaba con un leve movimiento de cabeza, dio paso a que tanto participantes como testigos se dieran cuenta de que con poco se decía mucho, las viudas tuvieron su espacio para ese lento peregrinaje, y las lágrimas quisieron aflorar al ver que había viudas que a duras penas habían estrenado la cédula, pero que ya conocían los fragores de una guerra intestina, se tragó entero cuando vimos las matronas que sin falta allí estaban en su cita para rememorar a los suyos, a los nuestros, a nuestro pueblo; por vez primera luego de la pandemia se incluía un espacio para los viudos, espacio que se creía que iba a ser declarado desierto, por aquella malsana costumbre de que los hombres no expresan sus sentimientos en público, pero qué equivocados estaban los que habían dicho eso desde la comodidad del escritorio sin conocer bien a su gente, allí hicieron presencia, aquellos padres y abuelos que también habían perdido los suyos, tanto ricos como pobres estaban inmersos en un mismo grupo, al fin y al cabo la muerte no discrimina; y todo iba tranquilo, con aparente calma, hasta que el silencio incómodo se empezó a apoderar de la ceremonia, ya que la cerraba al que ahora se apodaba El Viejo, un señor de edad indeterminada, que en otrora había sido famoso por su enorme familia festiva y cívica, pero a la que la parca había alcanzado con algo de morbo y sevicia, arrebatando en no menos de tres jornadas a los treinta y seis integrantes de su familia, dejándolo al borde de perder el juicio, pero allí estaba haciendo presencia, llevando un mensaje silencioso, acompasado por su compañero inseparable, un perro criollo de igual edad.


La ceremonia terminó, casi sin darnos cuenta, ya que la última escena nos cogió desprevenidos y por largo rato tuvimos la cabeza gacha, inmersos en nuestras propias meditaciones, de la que fuimos sacados por el líder de la casa de la cultura del municipio, por el hecho de que nos andaba buscando, para que nosotros el grupo de jóvenes peregrinos, encendiéramos una fogata en medio del parque central, como símbolo eterno de ese renacer, de ese rememorar, para que la historia no se olvide, al fin y al cabo, una historia que no se cuenta es una historia que no ocurrió y por ende borrada de la memoria.


Allí nos agarró el día sábado, que mientras las conmemoraciones religiosas seguían su rutina, los diferentes sectores culturales y artísticos, cada uno a su manera y como mejor se le daba, para hacer un ejercicio de memoria colectiva, dejando las razones que llevo a uno o al otro para integrar ese nefasto grupo de muertos por la violencia, un espacio que el municipio llevaba reclamando desde hace tiempo, pero que por x o y razón, no se había realizado, ya que siempre se sospechaba que pudiera ser politizado o desviado de su real interés y necesidad; los abrazo, besos, muestras de cariño y afecto sobraron para todos los allí presentes, tanto así que la caravana del adiós, a esos que deben de emprender viaje para volver a sus nuevos terruños, casi sin celebrar el evento del Domingo de Resurrección o fin de la Semana Santa, que aunque tuvo una especie de reclamo por parte de un joven sacerdote, fue el mismo viejo cura, joven en la época de los sucesos, quien le diría que ya habría otras festividades, pero que no dañara el momento, esa parábola del buen retorno.



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