Instrucciones para escribir una crónica

Héctor Abad Faciolince

Un escritor crónico acaba siendo un grafómano y por ese camino termina practicando muchos géneros.

Como el que mucho abarca poco aprieta, termina por no ser ni novelista ni cuentista ni cronista ni poeta, por haber querido ser todas esas cosas a la vez. El escritor compulsivo se levanta y se sienta, mira la hoja o la pantalla en blanco y espera alguna señal del más allá. El sismógrafo está quieto; nada parece estar vivo en su interior. Al fin una vocecita le dice: “empieza así: como quieres hablar de la crónica usa una palabra que tenga que ver con lo cronológico, con el tiempo, por ejemplo: un escritor crónico”. Y así, el escribidor empieza: Un escritor crónico… Y sigue. Lo que importa es empezar, después una frase lleva a otra y se termina el primer párrafo.
Cuando uno tiene por oficio escribir, se sienta y siente su estado de ánimo. El ánimo le dice que ese día está novelista (y empieza un capítulo), o está cuentista (e imagina una historia), o está poeta (y un primer verso nace de la nada), o está articulista (y el artículo sale, frase por frase). La novela, el cuento, la poesía, el artículo, son géneros literarios sentados. Nunca he sido poeta, pero a veces estoy poeta. Sin embargo nunca se puede estar cronista; para ser cronista hay que salir, pues uno no puede sentarse a escribir una crónica de la nada. La crónica exige pasar mucho tiempo de pie, o en el camino, en la calle, mirando, averiguando, apuntando. Para quienes practican los géneros literarios sentados el genio está en las nalgas: en la capacidad de aguantar ahí quietos, en el asiento, sin levantarse, y pulir, cambiar, mejorar, consultar diccionarios. Pero para practicar la crónica el genio está en los zapatos.
Quien quiera ser buen cronista tiene que andar a pie, y tener buenos ojos, buenas orejas, y desarrollar ese otro órgano que los buenos cronistas comparten con algunos insectos y con la televisión: las antenas. El cronista debe tener antenas para ver —como ve el bastón del ciego— lo que se nota sin verse, y antenas para detectar y sentir donde están las historias. El cronista tiene un lema que en español puede decirse con siete monosílabos: si no se va no se ve. El cronista tiene que ir a ver para empezar a apuntar. El cronista tiene que ir porque el cronista es testigo y lo que escribe consiste en dejar un testimonio. El cronista testifica que tal cosa ha sucedido, efectivamente, porque la vio con sus ojos, o porque estuvo hablando con quienes la vieron y recorrió los mismos sitios donde aquello ocurrió.
Solo después de haber ido a ver, a pie y con ojos y con orejas y con antenas, el cronista también necesita —como el poeta, el novelista— sentarse en el asiento y tener buenas nalgas. Comprimir en palabras el relato de lo sucedido, en un orden no necesariamente cronológico, pero sí que resulte ordenado en su cabeza y en la cabeza del lector. El cronista se sienta a traducir su experiencia mental, a las palabras bien escogidas de su lengua, en nuestro caso, del idioma español. Y en ese momento usa los recursos de los géneros sentados —novela, cuento, artículo, poema— de tal manera que lo que vio en la calle, lo que averiguó oyendo y preguntando, se transcriba en palabras con gracia, con recursos aprendidos de la lectura y del ejercicio insistente de la escritura.
El cronista, después de mucho caminar, de mucho ver y oír y preguntar, se sienta a escribir. Y ahí no debe oír una voz interior, como el novelista, ni atender a una música secreta, como el poeta, sino seguir los límites de la crónica, que no son otros que los de la verdad (jamás mentir) y los de la canallada (nunca contar lo que no puede ser contado, porque viola la intimidad o la dignidad de las personas). Y nada más; eso es todo; así de fácil. Así de difícil.

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