LECTURAS BREVES
Carta a una adolescente
Pero el amor, esa palabra, como escribía Cortázar. Una palabra, una mezcla de cientos de sensaciones, una idea explotada, un objetivo impuesto, una marca, una mentira también, un desahogo, momentos de felicidad, recuerdos, momentos por olvidar, odio, venganza. El amor, esa palabra. Te hablarán de magia y tú querrás creer en esa magia. Te enamorarás, o dirás que te enamoraste, porque en el colegio las amigas también dijeron y repitieron hasta la saciedad que se enamoraron. Te hablaron de sus novios y señalaron, displicentes, lastimeras, a alguna compañera que no lo tenía.
Pero el amor, esa palabra, como escribía Cortázar. Una palabra, una mezcla de cientos de sensaciones, una idea explotada, un objetivo impuesto, una marca, una mentira también, un desahogo, momentos de felicidad, recuerdos, momentos por olvidar, odio, venganza. El amor, esa palabra. Te hablarán de magia y tú querrás creer en esa magia. Te enamorarás, o dirás que te enamoraste, porque en el colegio las amigas también dijeron y repitieron hasta la saciedad que se enamoraron. Te hablaron de sus novios y señalaron, displicentes, lastimeras, a alguna compañera que no lo tenía.
Y tú tal vez te dejaste llevar por la presión. No querías ser la solitaria señalada, pues la solitaria señalada, te dijo alguien, era una “perdedora”, una “looser, o sea”, y creíste, como ellas, que el amor era el fin, el único y más trascendente fin. Te lo habían comenzado a mostrar en las películas de Disney, muy de niña, y en los comerciales, y en uno que otro libro rosa, y en las series de televisión, y en las canciones. El amor rayo luminoso que lo cura todo, el amor magia que salva, el amor ensueño que transporta. La familia, los hijos. Tus tías hablaban de amor, tus primas hablaban de amor y las niñas que estaban a punto de graduarse susurraban sus amores durante el recreo.
Era, es y será una especie de complot. La conspiración de los humanos para que todos caigan en la trampa del amor, y después, sufrir, porque ese es el problema, sufrir. Sufrirás porque un muchacho te despreció, porque otro te dejó de querer. Sentirás rabia, dolor, quizá porque nunca te dijeron que dejar de amar es tan humano como amar, que nadie es menos porque otro no lo ame. Jamás te dijeron que el amor no puede ser sólo dolor, gravedad, enfermedad, locura, y que hay vida después del amor. Hay sueños, hay otros fines. Sufrirás por un NO, por un beso negado, sí, y te dirán que eso es el desamor.
Entonces caerás en un profundo estado de depresión. Querrás chocolates, pero luego pensarás que los chocolates te harán subir de peso, y con tantos kilos, concluirás, ya nadie te querrá, y nadie querrá casarse contigo, no tendrás amigos ni hijos, y morirás sola y abandonada, como repiten en las películas, que suponen, firman y sentencian aquello de que vivir solos es una condena. El círculo vicioso del amor, ¿ves? La supuesta calamidad de tu vida sin un hombre al lado. “Y en esa carrera buscando el amor, dejaste a tu espalda, el tiempo mejor”, como cantaba Nicola di Bari.
Cinco personajes queriendo matar a su autor
Me atacaron con palos y piedras, con sus puños y sus gritos, pero más que los golpes y las heridas y la sangre, lo que me dolió fue que me hubieran lanzado a la cara el libro en el que ellos aparecían, el libro de sus vidas, que era mi libro, también.
Creyeron que así borrarían sus pasados, sus negros, mentirosos y tristes pasados. Sus sombras y aquellas conversaciones que pretendieron ocultar durante décadas. Sus infidelidades, sus trampas, alguno que otro crimen, alguno que otro hijo no reconocido. Pecados, misterios, secretos, perversiones. En últimas, el lado oculto de la condición humana.
Fue por ahí por donde comenzó esta tragedia, por el lado oculto de sus vidas. Y fue con ellos y por ellos, no por mí. Yo recordé, recolecté y escribí aquello que durante más de 20 años ellos hicieron y dijeron. Mi tía y sus lésbicos y clandestinos amores; su esposo y sus desfalcos y extorsiones; mi abuelo, su grupo de ultraderecha y sus cacerías a todo aquel que fuera distinto, y su mujer, mi abuela, con sus tardes de té que eran sesiones de brujería y sacrificio de animales. Mi madre y su servilismo y sus cómplices silencios, y su marido, y sus acosos. La muerte de mi padre y sus múltiples consecuencias.
Ellos, seres de carne y hueso, prefirieron la violencia a la crítica. No estuvieron a la altura que les ofrecí al volverlos personajes de un libro y, por lo tanto, inmortales. Era lógico. Eligieron quedarse en el egoísmo de sus conveniencias, que era borrar y olvidar, y pasaron por alto la literatura, que era, es, lo verdaderamente importante del asunto. Porque ellos, como yo, pereceremos. El libro, en cambio, nos sobrevivirá. Y llegará el día en el que doña Beatriz de Miranda, mi madre, por ejemplo, dejará de ser mi madre, una simple mujer de tono medio, para convertirse en un personaje eterno, una Madame Bovary, por decir algo.
Será más la mujer de los cómplices silencios amedrentada por el poder de un hombre, por los miles de años de sometimiento, como surge en la novela, que la energúmena vanidosa que me lanzó un libro luego de varios años de mutuos olvidos. Ella no comprendió la altura en la que la puse, el pedestal que le construí. Quizá nunca lo haga. Y hablo sólo de ella porque sé que fue quien lideró el atentado. Por una vez en su vida, en la vida real, dejó atrás su mutismo para convencer al pueblo de que yo le había dañado para siempre su honor y su dignidad. Y me apedrearon y me lanzaron mis libros. Fueron personajes queriendo matar a su autor.
El Papa que fue mujer
La hoja de un libro que había arrancado tres años atrás fue la gran prueba que esgrimió un juez para condenarla por conspiración contra el estado.
Ella, Magdalena Toledo, ni siquiera intentó apelar la santa decisión porque, diría luego de los cinco años que tuvo que afrontar en prisión, los hombres guiados por la fe, por Dios y demás, se consideraban a sí mismos santos, y como santos, se creían infalibles. Ya lo había vivido varias veces durante su niñez y su adolescencia, con sus padres y profesores. Todos, santos, inmaculados, perfectos, y por lo tanto, poseedores de la verdad.
Tanta perfección la llevó a huir de su casa una noche de viernes, con una mochila y el pasaje del libro que la condenó como equipaje. Huyó porque necesitaba respirar otros aires, conocer otra gente, descubrir la vida. En últimas, romper. Anduvo dos años por pueblos, ciudades y campos. Trabajó como mesera, como vendedora de cachivaches y con artesanías, una de las dos cosas que le sirvieron del colegio de monjas en el que estudió. La otra fue la hoja del libro que le regaló la hermana subversiva de la comunidad, quien más tarde también fue acusada de conspiración.
Se la entregó en un sobre muy de madrugada el día de su graduación. “Para que te dé fuerzas cuando te sientas débil”, le escribió, sin destinatario ni firma para que nadie sospechara. Magdalena la guardó con celo. Era la motivación que necesitaba cada vez que sentía que la vida la desbordaba, la que le dio valor para decirle un día al hombre que la juzgaría que no le iba a dar la noche de placer que le exigía. Luego vino la venganza. El juez reunió a sus tres testigos, a dos investigadores de bolsillo, y consiguió la hoja de la condena.
Era la historia de una mujer llamada Juana, nacida en Maguncia en los años 800, elegida Papa por unanimidad, y quien dirigió la iglesia católica durante dos años, siete meses y cuatro días. Juana tuvo que disfrazarse de hombre para poder estudiar, primero en Atenas, y luego en Roma. Siendo “papa”, quedó embarazada. Su “pecado” quedó al descubierto durante una procesión. Dio a luz. El pueblo, iracundo, horrorizado, se lanzó contra ella. Entre varios hombre la ataron a un caballo, lo azotaron, y Juana fue arrastrada y apedreada hasta fallecer. Después de su muerte, se volvió costumbre que el sillón en el que se sentaran los papas elegidos tuviera un agujero para que un novicio constatara, con sus manos, si el ungido era varón.
El texto iba acompañado por una pequeña ilustración. Cuando el juez dictó su sentencia, mostró la hoja como prueba indiscutible del carácter subversivo y peligroso de la acusada, se la entregó al jurado, la recuperó, y enfrente de Magdalena la rompió en pedacitos.
Sin un peso para morir
Solía decir que despreciaba el dinero, y que si tenía algunos billetes era porque la sociedad lo había obligado a ello. Decía que el dinero era el más perfecto símbolo de la arrogancia humana, que cobrar por algo era como decirle al otro “lo que yo hago es tan bueno que vale tanto”.
Hablaba de los tiempos en los que todo comenzó, y explicaba que un hombre, un timador, debió haber comprendido que con la reiterada acumulación de algo, frutos, hortalizas, agua, lo que fuera, podría luego obtener, a cambio, cantidades de lo que deseara. Acumuló aquello que era vital para otros, y lo hizo por decenas, por cientos y miles. Acumuló por simple avaricia.
Fue el primer mercader, decía don Andrés Duarte. El primer negociante, el primer gran avaro de la historia. Luego, comentaba entre dientes, amargado, aquel primer gran negociante les enseñó sus “mañas” a sus hijos y a los hijos de ellos. Con el tiempo, los acumuladores se multiplicaron, y surgieron grupos que se especializaban en buscar y guardar elementos preciados que en lo que les quedara de vida no alcanzarían a consumir, pero eso no les preocupaba. Sus vanidades les gritaban que tener más era sinónimo de ser más. Y tenían montones de cosas arrumadas que vigilaban y cuidaban con un cuchillo entre los dientes.
Las cambiaban por otras que tampoco necesitaban, pero les daban lustre ante la pequeña sociedad deslumbrada que los rodeaba, adulaba en su presencia, y odiaba a la distancia. Siglos más tarde surgieron las monedas y se multiplicaron los acumuladores, que luego aprendieron a engañar a los incautos hablándoles de bancos, de ahorros, de intereses y demás. Don Andrés terminaba sus diatribas con una lapidaria sentencia: “Yo no pedí nacer, pero me toca hacer parte de un sistema que no apruebo”.
Luego, tembloroso, indignado, se perdía en eterno silencio durante varios días. Era su manera de vengarse de todo y de todos. Antes de morir, dejó en la gaveta de su mesa de noche un sobre con diez mil pesos. “Para mi entierro”, escribió. A la mañana siguiente falleció. Sus nietos tuvieron que sepultarlo en un lejano paraje, pues el cura del pueblo dijo que el entierro costaba veinte veces más de lo que don Andrés había dejado.
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