LA NUEVA AVENTURA DE CAPERUCITA ROJA, DONDE ELLA SE COME AL LOBO
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Eran más de las cinco cuando mi mamá me pidió que le llevara a la abuela unos pasteles que había preparado. - Que vos preparaste, le dije. Mi mamá era una feminista de línea dura, socióloga, de esas que se sienten agredidas con la sola mención de la palabra cocina.
Tenía tanto talento para la repostería como yo —que estudiaba Ingeniería de Sistemas— sentido poético. Bueno, admitió, los compré en la pastelería. Me pasó la caja.
La tarde estaba encapotada así que me puse mi impermeable rojo de caperuza. Mi mamá me miró burlona. Cuidado con el lobo, Caperucita, me dijo cuando salía. Yo la miré rayado. A ver si captaba que el chiste no me hacía la menor gracia.
El lobo era el nuevo vecino de enfrente y le decíamos así por "lobo". Se ponía medias blancas y zapatos bicolores como los de jugar bolos. Se forraba el torso con camisetas de tela brillante y complicados motivos fluorescentes. Tenía un gimnasio en el garaje de la casa, que dejaba abierto cuando se ejercitaba para que todo El Bosque —nuestro barrio— pudiera admirarle la frondosa musculatura.
Naturalmente mi mamá y yo asumimos que era narco. Nada de eso, nos dijo la abuela que, por su agitada vida social, se sabía la vida de todo el mundo. El lobo era el potentado de las salas de internet del norte de Cali: tenía más de 25 establecimientos entre Santa Mónica y La Flora. A la abuela, por supuesto, le pareció que el individuo era una curiosidad pintoresca que adornaría sus fiestas y, para mi horror, lo invitó a la siguiente que ofreció.
Desde el primer momento me puso los ojos encima. A cada rato me los encontraba —eran verdes— mirándome con una mezcla de cinismo y morbo. Entonces elaboraba una sonrisa retorcida y yo le volteaba la cara ostentosamente. Nunca intentó ponerme conversación ni me sacó a bailar. Afortunadamente. La música lo arrebataba y alzaba los meñiques y animaba a su pareja zumbándole epa, mami, eeeso, así, así. Se dedicó a mirarme nada más, apostado contra las paredes, desde la pista de baile, en las esquinas, mientras botaba el humo de sus kool frozen nights, mientras sorbía whisky del vaso, mientras conversaba con alguien o frotaba a otra en un bolero lento.
Cuando vio que nos íbamos se abrió paso por la fiesta como un tiburón y le preguntó a mi mamá —a ella y no a mí— si quería que nos llevara en su carro. No, gracias, le dije yo y, sin más, agarré mi impermeable rojo de caperuza del perchero.
Mi mamá me alcanzó en la calle. Lloviznaba. Quiso saber qué me había hecho el tipo para tratarlo tan mal, parecía lista para uno de sus ataques de iracundia feminista. Pero más iracunda estaba yo. Me regué en una invectiva sobre lo lobo que era, la provocación de su mirada, la insistencia de su mirada, me explayé en el particular, le di ejemplos y todos los detalles explicativos, y, como se me agotaron las injurias, volví a machacar sobre lo lobo que era.
Mi mamá soltó la carcajada.
Qué, le dije. Se había parado, las manos en la cadera, los ojos vivos con un punto de socarronería. Qué, insistí. No puedo creer que no te des cuenta. De qué, me impacienté. Siempre didáctica, en vez de responder a mi pregunta, mi mamá elaboró otra. Explicame una cosa, empezó suspicaz, ¿por qué sabés que te estuvo mirando toda la noche? No me dio tiempo de explicar nada, ella misma se respondió: porque vos también lo estuviste mirando, lo miraste tanto que hasta sabés qué marca de cigarrillos fuma y cómo baila, ja, se bufó. El odio que le tenés no es sino una máscara para tapar lo que realmente sentís. Suspiró, me miró a los ojos y finalmente sentenció: a vos ese lobo te encanta. Ahora me bufé yo. Ay, mamá, por favor. Ella estaba caminando otra vez, la seguí dando zancadas. Yo no soy tan sucia.
Pero lo era.
Apenas oí el rugido a mis espaldas se me aflojaron las rodillas. El lobo tenía un Dodge Dart del 82, largo y potente, ningún otro carro de El Bosque producía tanto estruendo. Ni tanto espanto, la cojinería era peluda y en el tablero tenía un perrito de adorno que movía la cabeza con el vaivén.
Desde la fiesta de la abuela, me lo encontraba en todas partes. En el paradero del bus, en la panadería, cuando salía a caminar. O nuestros horarios habían empezado a coincidir misteriosamente, o se la pasaba siguiéndome. Yo hacía todo lo posible por ignorarlo: lo saludaba con sequedad y seguía mi camino.
Me alcanzó y disminuyó la velocidad. El lobo recostó el brazo en la ventanilla. Qué se dice, me saludó. Cómo le va, Wilson, le dije lo más antipática que pude. Pero me descubrí mirando de reojo su brazo de macho cabrío. ¿Para dónde va tan solita? Los jeans le apretaban, hacían bulto. Para donde mi abuelita, balbucí ya francamente embebida. La mano, cerrada sobre la palanca de cambios, era poderosa y nervuda. La barba, dura. La boca, gruesa.
Y esos ojos verdes.
Él se había dado cuenta del celo en mi mirada, se reía. ¿La llevo, me preguntó todo convencido. No, le dije y me desvié rápidamente por un callejón de El Bosque que, si bien haría más largo el recorrido, solo admitía peatones.
El lobo aceleró picado.
El Dogde Dart estaba parqueado en la esquina del edificio de la abuela. Pensé que el lobo estaría visitando a alguien que vivía en la misma cuadra. Subí, timbré en el apartamento de la abuela. Está abierto, me dijo con una voz más gutural que de costumbre.
Luego de la muerte de Celia Cruz, a la abuela le dio delirio de Celia Cruz. Se ponía pelucas inverosímiles, vestidos de fantasía y gritaba azúcar con su ronquera de fumadora de toda la vida, mientras bailaba guateque en tacones altos. Le hicieron exámenes de alzhéimer, arteriosclerosis cerebral y las demás variantes de la demencia senil. Dio negativo en todo. Así que no hubo forma de hacer que se moderara, las parrandas de la abuela eran salvajes.
Empujé la puerta, el apartamento estaba en penumbra. Percibí la silueta de la abuela sentada en la silla de mimbre que tenía forma de pavo real. Llevaba su levantadora chinesca y una peluca engargolada, fumaba con su larga pitillera en alto. No me extrañó encontrarla así.
Lo que sí me pareció inaudito fue que el cigarrillo despidiera un suave aroma mentolado, la abuela era adicta al pielroja sin filtro desde los dieciséis años. Le dije que mi mamá le había mandado unos pasteles, me hizo señas de que los pusiera sobre la mesa del comedor. Lo hice y me encaminé hacia la silla pavo real para escrutarla bien. Entonces noté las fluorescencias de la camiseta que llevaba debajo de la levantadora y los zapatos de jugar bolos.
Se me pusieron los pelos de punta.
Pero ni por un segundo pensé en retroceder. Pensé en jugar. Y me di cuenta de que ya no iba a seguir luchando en contra de mis impulsos.
Abuelita, le dije muy lentamente, quitándole la pitillera, qué ojos tan grandes tienes. Se quedó mirándome fijo: son para verte mejor. Cuando me incliné para apagar el cigarrillo, me acerqué a su oreja y le recorrí los pliegues. Abuelita, susurré, qué orejas tan grandes tienes. La piel se le erizó: son para oírte mejor. Me estiré como un gato, le ofrecí el cuello. Abuelita, qué nariz tan grande tienes. Se metió en él y aspiró: es para olerte mejor. Y fui cerrando la distancia entre mis labios y sus labios, pero no le dije abuelita, qué boca tan grande tienes, porque la que se lo iba a comer era yo.
Lo besé.
Le metí la lengua como una serpiente.
La saqué.
Le desaté la levantadora, le bajé la cremallera de los jeans. Lo toqué. Sentí en mis dedos el cosquilleo de un fluido que le subía por la verga. Eso me enloqueció, se le había puesto durísima. Él metió la mano por el impermeable. Me acarició las tetas y me pellizcó un pezón. Eso me enloqueció más. Me monté entre sus piernas, él buscó por debajo de mi falda y me corrió el calzón. Le apreté la verga, me la inserté. Solté un gemido y nos empezamos a mover. El polvo fue desesperado. Fue ávido. Fue duro. Fue delicioso, nos vinimos juntos en una explosión como de juegos pirotécnicos. Y fue liberador: había cumplido una perversión.
Cuando acabamos, no necesité mirarme al espejo para saber que tenía una sonrisa maliciosa de satisfacción puesta en la cara. En cambio, el lobo me estaba mirando enternecido.
La quiero, me dijo.
No tuve tiempo de contestar porque la puerta del apartamento se abrió de golpe. Alcanzamos a separarnos antes de que se prendiera la luz. Me alisé la falda, él se cerró la levantadora. En la puerta, con los ojos desorbitados, estaba el vecino de la abuela.
Era tan viejo y exótico como ella. Se ponía camisas de leñador y botas de caucho para andar por el apartamento, lleno de plantas, como un vivero. Le salían pelos por la nariz y se cogía los tres que le quedaban en la cabeza en una cola de caballo baja.
¿Dónde está, gritó. ¿Quién, dije yo. Su abuela, me respondió. El lobo le dijo que se estaba bañando. El viejo, todavía sospechoso, quiso saber por qué tenía puesta la levantadora y la peluca de la abuela. El lobo inventó que estábamos jugando a las charadas. Con mímica y disfraces, añadió. El viejo pareció serenarse, explicó que había oído unos ruidos muy raros que salían del apartamento, como si alguien se estuviera sofocando. Entonces miró al lobo y me miró a mí. Antes de que pudiera hacer el cómputo, dije que me iba a ver cómo estaba la respiración de la abuela.
Acababa de salir de la ducha. Sin tacones, sin peluca ni maquillaje, envuelta en una toalla, la abuela se veía más vieja, pequeña y desamparada que nunca. Le di un beso, le dije que encontraría los pasteles que mi mamá le había mandado en el comedor. Ella me preguntó si me había divertido con la broma del lobo. Por toda respuesta sonreí.
De vuelta en la sala, le dije al viejo que la abuela estaba respirando perfectamente. Miré al lobo y me despedí con un gesto. El lobo me siguió al corredor. ¿Hablamos mañana, me preguntó ansioso. Me le acerqué. Ya no me producía nada, ni siquiera una leve indisposición. Wilson, hombre, le dije poniéndole la mano en el hombro, lo que pasó estuvo muy bien, pero yo no quiero nada más con usted.
Un muy didáctico cuento para niños.
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