MEMENTO Por Héctor Abad Faciolince

Mi padre era doctor y olía a limpio.
Me gustaba el recuerdo de su olor sobre la almohada cuando se iba de viaje,
y miraba hechizado cuando estaba en la casa su brocha de afeitar.
Con sus cuchillas, por tocarlas, por medirles el filo que raspaba sus mejillas, me corté muchas veces las yemas de los dedos.
¡Esa sangre tan roja entre mis manos!
Por la mañana amaba las huellas de sus pies en las baldosas
y los rollitos de los calcetines dejados en el suelo,
y sus muchas corbatas en el clóset tras el frasco de agua de colonia Roger Gallet, que alguna vez regué.
Nunca consideré si era feo o buenmozo por mucho que los otros mencionaran su nariz de rabino y su cabeza calva.
No lo consideré, pero cuando mis ojos veían su semblante para mí era la calma.
Yo tocaba tambor en su barriga y desde sus rodillas en las lentas mañanas del domingo rodaba piernas abajo por las espinillas.
Mi hermana un día lo hizo desmayar con un abrazo, y él siempre a todos nos dejó aturdidos con la ventosa enorme de sus besos y con el viento de sus carcajadas.
Mi padre recitaba poemas de memoria y me leía en voz alta el Martín Fierro bajo un árbol umbroso de Rionegro.
Todos los sábados se ponía un sombrero y en su rosal se hacía jardinero.
«Nací en el siglo XIII y campesino, no tengo otro abolengo».
Como era liberal, se decía cristiano y comunista porque amaba a los pobres,
porque sufría con el sufrimiento.
Mi padre vacunaba por las selvas, daba horas y horas y más horas de clase en la universidad y también en las cárceles, participaba en marchas de protesta empuñando con furia sus pañuelos blancos y publicaba artículos en los periódicos diciendo el nombre de los torturadores, «capitán tal, sargento hijo de tal», denunciando secuestros, asesinatos y desapariciones.
Yo lo quería tanto que, de niño, había decidido morir si él se moría.
No lo cumplí de grande, hace unos años, cuando no se murió sino que lo mataron. 
Aunque era manso, tal vez porque era manso lo mataron.
También era valiente y no envalentonado, era manso y valiente porque estaba en peligro y no sentía miedo y su única arma eran las teclas de una Olivetti azul o el azul de la tinta de un bolígrafo.
Eso ha tenido un nombre: resistencia.
Nunca entendimos que lo hubieran matado ni que el traje con sangre que me entregaron en el anfiteatro pudiera ser su traje con su sangre.
¡Nunca sangre tan roja entre mis dedos!
Había en los bolsillos un poema de Borges, «Epitafio», una lista de muerte con su nombre, y una bala incrustada en el forro del cuello.
La bala fue una de las seis que lo mataron y no la conservamos;
los nombres de la lista fueron siendo borrados, en los meses siguientes, por los asesinos.
El poema decía:«Ya somos el olvido que seremos».
Y es verdad. A veces lo olvidamos.
Yo voy a recordarlo el día en que me muera.
(Caracas, viernes 26 de febrero de 1999)

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