El cuento es más que su final

Uno de mis cuentos predilectos de Roberto Bolaño, y —si se me excusa el entusiasmo— de toda la narrativa hispanoamericana, es Últimos atardeceres en la Tierra, aparecido en su no menos memorable libro Putas asesinas. La anécdota es sencilla: las vacaciones de un padre e hijo y su viaje a Acapulco. El relato, de unas veintiséis páginas en la edición que tengo a la mano mientras redacto este artículo, es notorio porque se construye mediante el recuento de escenas en apariencia poco trascendentes que, conforme avanzan, generan la sensación de que algo va a pasar y uno como lector tiene el presentimiento de que, en los siguientes párrafos, vendrá una gran revelación. Pero nada pasa en realidad. El padre y el hijo viajan por la carretera, prueban la carne de iguana, llegan a Acapulco, y entre ellos, incluso con el acercamiento del trayecto, se evoca un abismo, una brecha que tan solo se insinúa mediante la construcción de eso que llamamos la tensión narrativa.
Al ser el cuento un género contundente, que aspira a dejar en el lector una impresión duradera, muchos de los que se inician en su escritura tienden a querer sorprender al lector en los últimos momentos, y para ello recurren a los giros de tuerca y a las acciones inesperadas, como si los cambios bruscos y las sorpresas fuesen un requerimiento del género. Acaso recuerdan el apotegma pugilístico de Cortázar —cuyos mejores momentos no están en la novela, sino en sus textos breves—: los cuentos deben acabar por nocaut. No estoy seguro de que esto sea del todo preciso, al menos en el sentido en que muchos, desvirtuando el sentido original, lo han querido entender. Un gran cuento también puede dirimirse por puntos. Cortázar, un ávido fan del boxeo, estaría de acuerdo conmigo: Durán contra Leonard I fue mítica no porque alguno de los dos terminara en la lona, sino porque se trató de un drama que, a lo largo de sus quince rounds y las tarjetas de los jueces, se instaló en la historia. En otras palabras, Últimos atardeceres en la Tierra es esa clase de cuento que funciona porque no busca el artificio de la sorpresa, del golpe final; si se queda en la mente de quien lo lee es porque el cuento, como género, da la posibilidad de ofrecer algo más que un instante de asombro. Este era, de hecho, el verdadero sentido de la máxima cortazariana: tener siempre presente que un cuento debe impactar a quien lo lea y que para hacerlo existen muchos métodos; desde el engaño y la decepción hasta aquello que tan solo se sugiere, lo que se especula y transforma al lector en un sujeto activo de los acontecimientos narrados.
La permanencia en el recuerdo deja de ser el resultado del efectismo. ¿Cuántas veces no hemos leído libros de cuentos donde el escritor no tiene otro recurso que confiarle la efectividad del relato a sus últimas páginas? Sucede también con la minificción, donde uno de los vicios más grandes con los que me he encontrado es la tendencia al empleo del chiste fácil.
Muchas veces, en el oficio de la narrativa, es más importante el viaje que el punto de llegada: la conclusión de una historia deja de ser un fin en sí mismo para volverse un pretexto del recorrido de los personajes. De ahí que en la teoría literaria se postule la idea de que, aludiendo a los clásicos, la mayoría de las obras puedan entenderse como sitios[1]—la Ilíada— o aventuras —la Odisea—. Lo que nos interesa no es tanto la reunión entre Penélope y Ulises, sino el viaje de este último, cuyo fin es por todos conocido. El cuento, aun con sus limitaciones de espacio, puede ser exponente de este tipo de escritura.
Siguiendo con la bibliografía de la primera entrega, vuelvo a citar a Mónica Lavín, quien al hablar del cuento contemporáneo nos recuerda que los autores —diría yo que de Chéjov en adelante— encontraron un nuevo registro, una estrategia distinta, «una estructura de medio tono donde la pendiente de la tensión narrativa no parecía elevarse por un plano inclinado y donde el final no era claramente un final sino un fade out, una fuga desenfocada».[2] Es, por lo tanto, un proceso análogo al del compositor que decide hacer que su canción se desvanezca poco a poco. Así, el escritor entiende que lo que se cuenta no está supeditado únicamente a sus resultados.
No está de más decir que los cuentos que se basan más en su atmósfera que en el final no tienen por qué pretender ser épicos ni relatar experiencias asombrosas. Si las tramas de carretera son un motivo recurrente y que bien empleado dan grandes resultados, las introspecciones también lo son. Uno de los mayores exponentes de lo sugerente en los sucesos mínimos es el noruego Kjell Askilden, quien a través de pequeñas escenas, escritas con una prosa clara e incluso parca, pone de relieve grandes temas que nos son relevantes: el desarraigo, la incomunicación, el resentimiento, pero también las pequeñas dichas. En La señora M., un viejo aislado del mundo solo tiene contacto con una mujer que le deja las compras en la puerta de su departamento. No conocemos los motivos del viejo —¿abandono?, ¿decisión propia?—, ni los de ella —¿cómo lo conoció?—, pero nada de eso es importante porque de lo que se quiere hablar es de otra cosa: el cuento nos deja ver que todo hombre es un abismo que puede ser franqueado.
La recomendación que hago a todos aquellos que quieren iniciarse en la escritura de textos breves es aparentemente sencilla, pero lograrla satisfactoriamente es todo un reto: trata de darle a tus cuentos algo más que un final inesperado y considera que no todo depende del remate que se le dé a una historia. Desde luego, esto no es un pretexto para descuidar los finales porque, como afirmé en la primera parte de mi entrega acerca del género breve, el cuento aspira a ser redondo. Difícilmente un camino en línea recta, a través de un desierto cuyo terreno es plano, pueda dar lugar a un buen texto.

[1] El sitio es, por supuesto, una metáfora que acepta varias interpretaciones. Considérese la novela psicológica. Crimen y castigo de Dostoyevski o Indigno de ser humano de Osamu Dazai son ejemplos clásicos de sitios, toda vez que los protagonistas de ambas obras no emprenden una búsqueda hacia el exterior sino hacia el interior de sí mismos: se trata de hombres sitiados por sus conflictos. La peste de Albert Camus es un sitio llevado hasta sus últimas consecuencias. Podríamos definir esta corriente narrativa como aquella que privilegia la introspección.
[2]Lavín, Mónica. Cuento Sobre Cuento. Lectorum, 2014. Impreso.

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