El cura de las dos biblias

Estaba por alcanzar los 60 años de edad cuando llegó al pueblo en un bus de línea y una maleta de cuero que arrastró hasta la residencia parroquial donde viviría. No daba la apariencia a primera vista de ser un cura cualquiera porque, entre otras particularidades, tenía dos biblias.
Revestido hasta los talones con su sotana negra, abrochada de arriba a abajo y desteñida por el uso y los años, Gonzalo Javier Palacio Palacio, llegó para servirle de ayudante al párroco principal de la iglesia Las Mercedes del pueblo de Yarumal, departamento colombiano de Antioquia. El nuevo sacerdote pronto cobró fama porque indagaba hasta el último detalle sobre cada uno de los pecados de los feligreses que iban a pedirle que se los perdonara en el ámbito secreto del sacramento de la confesión.
                  “Otra cosa que recuerdo de él es que tenía dos biblias: una, común y corriente, para las misas y en la otra, que llevaba a todas partes, había abierto un hueco entre las páginas para esconder un revólver Smith & Wesson, calibre 32, de seis tiros y cacha negra”, precisó un viejo campesino que acudió muchas veces a buscar la bendición del cura.
                  En los oficios religiosos tronaba desde el púlpito exhibiendo la Biblia de decir misa: “en este evangelio vemos muy claro que Cristo nos da a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados. En ninguna parte dice que los cristianos deban pedirle perdón a Dios directamente. No, siempre deben pedírnoslo a nosotros, sus apóstoles”, rememoró el viejo campesino.
                  Recuerda que, como ningún otro cura, examinaba cada confesión con detenimiento para saber de ella hasta los más pequeños detalles. Podría decirse que con sus preguntas le hacía la autopsia a cada pecado hasta verificar si tenía rastro de algún delito secreto. “No le bastaba saber si uno había mentido, si uno tuvo un mal pensamiento, si uno juró en vano el santo nombre de Dios o si uno deseó a la mujer del prójimo. No, preguntaba de quién era hija la mujer del prójimo, dónde había estudiado, cómo se llamaba, dónde vivía y qué hacía exactamente ese prójimo”.
                  Otra peculiaridad del cura Palacio Palacio era que, en contraste con sus exhaustivos interrogatorios, “ponía penitencias muy cómodas. Usted podía confesarle, pongamos por caso, que se peleó con un vecino o que se robó un carro. Entonces, le preguntaba, eso sí, hasta el último detalle del vecino o del carro y al final simplemente daba la bendición y, cuando más, ponía de penitencia un simple padrenuestro”.
                  No obstante la serie de preguntas exhaustivas a las que sometía a sus feligreses, ellos preferían que él les tomara la confesión para verse recompensados con la simplicidad de sus penitencias.
                  Pero la predilección por este padrecito comenzó a disminuir entre la gente debido a que adoptó la costumbre perniciosa de pedirles a ciertos parroquianos fotografías de personas que fueran mencionadas en las confesiones y dejaba en suspenso el perdón de Dios hasta cuando el penitente cumpliera la orden celestial impartida a través de él.
                  Luego, el apóstol de Cristo comenzó a despertar sentimientos de pavor entre un sector del pueblo que descubrió cómo muchas de las personas por las que el cura preguntaba con sumo detalle en el confesionario eran asesinadas después por bandas de pistoleros, la Policía Nacional o el Ejército.
Llegó un momento en que ya nadie acudía al locutorio de su reverencia el padre Palacio Palacio y éste, extrañado por esa pérdida repentina de fe, salió a las calles y las cantinas del pueblo a indagar entre los feligreses acerca de por qué habían decidido esquivarlo.
“Su reverencia, a mí me dijo una señora que es que usted tiene muy mal aliento y por eso ahora prefieren confesarse con el párroco o ir hasta Santa Rosa”, recuerda que le mintió el viejo campesino cuando fue interceptado una mañana por el cura.
                  En medio del terror que sembró en la región un largo y creciente período de asesinatos de personas sobre las que Palacio Palacio había preguntado en la confesión, los miembros de la Policía Nacional en Yarumal comenzaron a amarrar cadáveres al parachoques delantero del carro de patrulla Nissan Patrol del destacamento para exhibirlos durante lentos recorridos por el pueblo.
                  Era 1990. Los paisanos no debieron hacer muchos esfuerzos para descubrir que un grupo de hacendados y comerciantes del pueblo, asociados con la Policía Nacional y el Ejército, estaban cometiendo asesinatos selectivos, llamados “limpieza social”, bajo la dirección principal del ganadero Santiago Uribe Vélez, hermano del controvertido político regional Álvaro Uribe Vélez, ambos hijos del extinto comerciante, ex socio de Pablo Escobar y supuesto comerciante de cocaína Alberto Uribe Sierra, a quien las influencias de su hijo Álvaro lo habían salvado de un pedido de extradición hecho por el gobierno de Estados Unidos.
                  Antes de poner en práctica la estrategia aterrorizante de exhibir al público los cadáveres de las víctimas de “Los doce apóstoles”, en expedientes judiciales quedó registrado que Santiago Uribe Vélez mandó renovar el carro de patrulla del destacamento usado para ello y lo hizo repintar con los colores reglamentarios, negro y blanco, que entonces distinguían a los vehículos de la Policía Nacional.
                  Las víctimas de la “limpieza social” eran, por lo común, drogadictos, prostitutas, homosexuales, izquierdistas, forasteros, trabajadores agrarios inconformes que denunciaban judicialmente a sus empleadores, protestantes, deudores morosos, ladrones, ateos, sospechosos de congeniar con el hampa guerrillera y, en general, todo aquel que fuera contrario a la decencia, la moral pública y las sanas costumbres cristianas.
                  Bajo el imperio del terror, Yarumal se convirtió, según se hizo costumbre reconocerlo, en un remanso ejemplar de orden, paz y seguridad con democracia.
                  Las indagaciones cautelosas que, sin embargo, hacía el pueblo para averiguar la realidad permitieron determinar que la organización criminal causante de tantos “beneficios de higiene social” era manejada por un consejo de once personas, más el mensajero de Cristo en Yarumal, su reverencia Gonzalo Javier Palacio Palacio: por eso se dio en llamarla “Los doce apóstoles”.
                  Las pesquisas que, con silencio y cautela, los pobladores comentaban en la clandestinidad y debatían en voz baja, les permitieron establecer que los asesinos que asolaban los campos de la región eran adiestrados por policías y militares en un sector de la gigantesca hacienda La Carolina, de los hermanos Uribe Vélez, situada entre los municipios de Yarumal y Santa Rosa de Osos, en el norte del departamento de Antioquia. El latifundio estaba dedicado principalmente a la crianza de toros de lidia.
                  La semana pasada, con una tardanza de 25 años, fue arrestado Santiago Uribe Vélez por la formación de esa banda criminal cuyas fechorías suman cerca de 300 homicidios. Fue una acción judicial inesperada que siempre impidió llevar adelante el eficiente poder saboteador que ha tenido sobre este caso Alvaro Uribe Vélez, presidente de Colombia entre 2002 y 2010.
                  El propio ex presidente está enredado en el sumario matriz, compuesto por cerca de 13 mil folios, de los cuales guardo copia auténtica, a buen recaudo, en Nueva York. Distinguido con el número 8051 de la Unidad de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario de la Fiscalía General de Colombia,  contiene abundantes denuncios, informes forenses, declaraciones de testigos reservados, investigaciones independientes, delaciones, confesiones de narcotraficantes, conceptos de organismos internacionales, organigramas, peritajes, informes oficiales acusatorios de distintas autoridades y enlaces a otros procesos penales en los que, de la misma manera, abundan los señalamientos directos contra Santiago y Álvaro Uribe Vélez por variados delitos de lesa humanidad atribuidos a “Los doce apóstoles”,  raíz y cimiento de lo que años después sería el gran ejército de los carteles del narcotráfico que, con más de 20 mil sicarios distribuidos en bloques paramilitares regionales, se conoció como Autodefensas Unidas de Colombia, AUC.
                  “La verdad sea dicha, para condenar a Álvaro Uribe no han faltado pruebas sino cojones”, sentenció en su cuenta de Twitter la abogada penalista de Bogotá Diana Muñoz.
                  Una de las masacres más repudiadas de “los doce apóstoles” fue la de la familia López, en la zona rural La Solita, del municipio de Campamento, próximo a Yarumal, en la que fueron asesinados seis campesinos, entre ellos dos niñas de ocho y once años, Yoli y Milena (ver foto). A un niño de ocho años, Darwin (ver foto), le perdonaron la vida para que contara cómo fue cometido el crimen múltiple y aterrorizara a la población con su relato. Este chico salvó a un bebé de brazos al que las balas de los asesinos lo rozaron por todos lados pero solamente recibió heridas menores con esquirlas de una granada de fragmentación lanzada por los asesinos.
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En la masacre participó el batallón Bárbula, de la IV Brigada del  Ejército Nacional, y los muertos, incluidas las dos niñas, fueron presentados como combatientes de las FARC.
La familia López supo que el Ejército y “Los doce apóstoles” habían decidido asesinarlos y durante un par de meses pasó las noches durmiendo a la intemperie escondida en las montaña. Luego abandonó su parcela campesina y se escondió en Medellín y Anorí pero regresó en la clandestinidad para saldar asuntos domésticos que habían quedado pendientes. Cuando todo estuvo en orden, los López se prepararon para huir del todo en una larga caminata que emprenderían en la madrugada, sanos y salvos.
Sin embargo, a partir de un par de desprevenidas confesiones de penitentes recibidas en el locutorio de la parroquia de Las Mercedes, de Yarumal, el cura Palacio Palacio ató cabos, dedujo que los López habían regresado a La Solita, bendijo a los confesantes, pasó la información a los asesinos y estos masacraron a la familia cuando acababa de beber una olla de café cerrero y se disponía a emigrar por las montañas en una marcha de varios días que intentó emprender antes de que brillaran las primeras luces del nuevo día.
Veinte años después, María Eugenia López, quien perdió a su familia en la masacre, supo que el cura Palacio Palacio daba misas en la parroquia del barrio San Joaquín, en Medellín, donde la iglesia Católica lo escondía de la justicia, y decidió buscarlo. Al entrar en la iglesia reconoció la voz del apóstol que rebotaba contra las paredes del ámbito sagrado, esperó que terminara la misa y lo encaró.
–Usted mató a mi familia –lo increpó María Eugenia.
– No sé de qué me está hablando –contestó el cura atolondrado.
 –Usted asesinó a mi familia, en La Solita, con el ejército y “Los doce apóstoles” –le gritó de nuevo María Eugenia mirándolo a los ojos.
–Lo que quiera saber pregúntelo en la Fiscalía, yo soy inocente –murmuró el cura con el aliento agitado y próximo a alcanzar los 80 años de edad.
– A usted lo apresaron el 22 de diciembre de 1995 y le encontraron el revólver que escondía entre una biblia y después quedó libre pero usted es un asesino –afirmó María Eugenia con un coraje que jamás en su vida había experimentado.
–¿Y es que yo no puedo tener un arma? –replicó el ahora anciano cura. Con el pulso tembloroso, sustrajo de un bolsillo de su sotana una navaja y desdobló la hoja bruñida y filosa –¿El que yo tenga esta navaja significa que la vaya a matar? –preguntó haciendo una embestida fallida hacia la garganta de María Eugenia, que la esquivó –¡Ese revólver me lo regaló el general Gustavo Pardo Ariza! (el que fue destituido por haber protegido a Pablo Escobar para que huyera de la cárcel en 1991).
– Yo no lo voy a perdonar a usted ni voy a olvidar lo que me hizo. Sólo quiero saber la verdad y que haya justicia –le exclamó María Eugenia al apóstol de Cristo que acababa de oficiar una misa y de errar un lance de puñal.

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