De cigarros y otras mierdas

Cometo el error en buscarme en el humo de los cigarros que consumo de soplo en soplo. Qué raro eso de llamarlo así, cuando uno no sopla, sino que traga. Y fumo para luego ver películas acerca de personas que se están muriendo de cáncer. Y lloro. Lloro por lo bonito del sufrimiento, ese que nos hace más personas y nos vuelve un poco más videntes de los colores, de los sabores y de los sonidos. Lloro porque siento miedo. Creo que estoy obsesionada con ello. A veces pienso que estoy muriendo, que alguna enfermedad me consume y por eso he bajado cinco kilos, por eso se desvanece esa del espejo que me mira con una tristeza de esas que solo aparecen en un irreversible adiós.
Pero después me tranquilizo un poco y me digo "no pasa nada, loca. No es el cáncer, es la vida que cada minuto se pudre y se convierte en muerte". Entonces enciendo otro pucho y me regalo una nueva cerveza. Y a veces no lo enciendo y no la destapo. Es que las palabras llegan cuando uno menos se lo espera. Agarro el cigarro y lo aprieto así hasta que estalla la bolita mentolada y me lo pongo entre los labios y ahí se queda, mientras le doy duro a esa cosa llamada teclado. Y nace toda mi mierda. Mi boca hace todo el trabajo, mi cuerpo finge estar fumando, pero solo siento ese fresquito del mentol y el filtro que se humedece y se vuelve un poco pegajoso. Me imagino que así escribía Augustus Waters, pero claro, no soy igual de sexy que él, ni cuento con su sonrisa de medio lao'. Ni me ama una Hazel Grace. Aún no estoy muerta. Eso creo. 

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