NO DIGAS ADIÓS

Tal vez todos hemos sido o seremos, a nuestro modo, adolescentes problemáticos. 
Este es un cuento sobre el final de la vida colegial, justo cuando uno no sabe si quiere que se acabe.
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H
emos salido del colegio a las tres de la tarde. El sol me da en el brazo izquierdo, que llevo apoyado en la ventanilla abierta. Arde. El aire pegajoso sofoca todo dentro y fuera del bus. Hay ocho puestos vacíos. Llevo shorts blancos, una blusa azul marino sin mangas, zapatos rojos de bailarina y el cabello recogido en dos trenzas. A mi lado, Vanessa, con jeans y camisa de cuadros, ya parece dormida bajo los lentes oscuros que ocultan sus ojos verdes inyectados de sangre. Creo que no le gusta viajar tanto como a mí. En el asiento de atrás está Víctor recostado. Tiene aspecto enfermizo y suda profusamente. Es el muchacho obeso del salón. En la última fila, Valentina va encima de Marcela, le toma fotos con una cámara mientras le acomoda la sonrisa y la besa en las mejillas. Adelante está Felipe, no tengo idea de qué hace o en qué piensa, pero nada bueno debe ser: siempre está maquinando algo. Chávez, el profesor de literatura, va en el asiento del copiloto. Nunca lo había visto usar bermudas. 
Me quito los zapatos cuando empiezo a sentirme lejos. Por ahora nadie habla porque es difícil respirar y el calor nos lastima la cara. Además, el ruido de los otros autos y la salsa de alcoba de la radio que entona el conductor hacen imposible comunicación alguna. Extiendo el brazo para sentir cómo el viento intenta arrancarlo. Estoy inquieta, quiero llegar pronto, acabar con esta proximidad sin sentido. Parecemos muertos.
No avanzamos, a esta hora las calles están atestadas. Para salir de la Cañasgordas hay un semáforo que nos toma media hora pasar. Al fin veo la Universidad de lejos, inmensa, con todas sus promesas de libertad. Chávez voltea y me sonríe. Sé que me va a extrañar. Lo único que nos falta es este viaje, luego nos separamos. Como los papás de Vanessa creen que es una porcelana, por lo blanca y diminuta, la mandan a una privada. No creo que la merezcan en un lugar así. Víctor quiere ser ingeniero. Valentina y Marcela viajan a Bogotá el próximo mes para presentarse en la del Rosario. A Felipe voy a tener que verlo todos los días, será el destino. Chávez se queda en el colegio, pobre; el once que viene, dicen, es un grupito de mierda.
Tomamos la calle Quinta, que siempre me evoca algo que aún no he vivido. Pasos cansados, noches difusas, gente atractiva. El bus anda despacio. El conductor empieza a hacer comentarios espontáneos. Chávez no sabe qué responder, y en todo caso su voz no puede contra la vehemencia de los oyentes que se comunican a la emisora sintonizada.
Aún nadie reacciona. Sentada con los pies sobre el asiento, me limito a formarme impresiones, como que esa calle hecha de brisa parece rota por bocacalles estrechas, empinadas y profundas que desembocan en el pasado, los tiempos en que mi padre tomaba cerveza frente a su casa de Miraflores y conocía a su primera novia.
En ese pensamiento me hundo hasta ver que vamos bordeando el Río Cali, que a esta hora no emite olores ni deja ver espuma en sus orillas y, sin embargo, parece pálido, débil. El sol empieza a aletargarse de repente, su intensidad se reduce a una forma iluminada de noche fresca.
Entonces vuelvo. Me volteo para pedirle a Víctor que me desate las trenzas. Sentir las manos de otra persona sobre mi cabello es un placer solo comparable con el que me produce que una mujer me hable al oído. Caigo en una ensoñación extrasensible. Dormida, me doy cuenta de que hemos llegado a la Avenida Tercera, los espacios que acostumbro recorrer desde niña. Nadie más parece sentir esa familiaridad. Veo fugaces los árboles que nunca crecieron más, la ciclorruta con sus líneas amarillas, las estaciones del masivo, mi casa a lo lejos y, más allá, el puente que separa a la ciudad del Valle.
Me siento liviana, por fin afuera. Saco la cabeza y cierro los ojos para que la luz me atraviese los párpados y dibuje figuras en tonos rojos. Respiro. Ya no hay forma de regresar al colegio “para jóvenes problemáticos”, con sus tareas de fin de semana, sus exámenes de fin de año, el tormento de las cosas que no fui capaz de entender, las lecciones que nunca me interesaron por carecer, a mi juicio, de cualquier sentido de practicidad.
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Mi pelo se descontrola, sale por la ventanilla, llega hasta la cara de Vanessa y la despierta. Me pregunta dónde estamos, le contesto que lejos; no importa el lugar exacto, porque todo se ve exactamente igual. El paisaje es amarillo cálido, no parece de caña sino de trigo. Se encuentra en el horizonte con un muro violeta de montañas que invaden el cielo diáfano. El aire se humedece y fluye por el bus sin quedársenos adherido en la piel. Vanessa y yo elevamos las piernas, apoyando los pies en los asientos de adelante, mientras Chávez trata de mirar por el retrovisor.
—¿Has hablado con Pipe?
—¿Y de qué vamos a hablar? —respondo con una sonrisa torcida.
—Ay, Luci, no te hagás. Todos sabemos que terminaron mal, hasta Chávez.
—No se puede terminar de otra forma, Vane. Y hasta mejor que sea así.
—¿Y es que ya no lo querés ni un poquito?
Volteo la cara. No me gustan ese tipo de preguntas, son demasiado trascendentales, como para deshojar margaritas días enteros.
—Vanessa, no vamos a hablar bobadas, si terminamos es porque no nos queremos. Cambio de tema.
—Entonces hablemos del papasote de Chávez que no deja de mirarnos…
—¿Será porque le estamos mostrando las nalgas?
Reímos con descaro, como lo hemos hecho desde que nos conocimos en noveno.
—¿Cuántos años tendrá?
—Treinta y dos —respondo desprevenida.
—¿Y vos cómo sabés eso? No me digás que le estás haciendo inteligencia.
—Le pregunté.
—¿Y le preguntaste si tiene esposa?
—No tiene. Si tuviera no le hubiera preguntado la edad.
Pongo mis piernas sobre las de Vanessa y recuesto la nuca en la ventanilla para ver las nubes. Parecen hechas en óleo. Le digo que venga, pero ella no es de las que miran el cielo. Llegó al colegio por un problema de drogas. A los catorce años fumaba marihuana a diario, al pie de un riachuelo en su anterior colegio, y había experimentado con otras sustancias fuertes.
—No saques la cabeza, Lucía —dice una voz de acento neutro, deliciosa.
Es Chávez desde su asiento, repitiendo la orden del conductor. Me incorporo de inmediato. Felipe voltea a mirar. Marcela se levanta.
—Vengan para acá mis amores —grita Valentina.
Vanessa y yo nos levantamos. Encontramos a Valentina y Marcela acurrucadas, cabeza contra cabeza, con los brazos estirados, tocándose, construyendo una escena de contrastes: pelo rubio, corto y liso mezclado con uno muy oscuro y abundante, sobre las sillas verdes del bus.
—¿Qué hacen las niñas lindas?
—Ni mierda —responde Vanessa.
—Está como lejos la finca esa, ¿no? —dice Marcela, mientras busca la cara de su novia con los dedos.
—Y vos qué, Luci, ¿tan aburrida estás que preferís que un carro te decapite?
No respondo, tengo el regañito de Chávez en el tímpano.
—¿Y ustedes qué hacen? —devuelve la pregunta Vanessa.
—Lo que harías vos con tu novio en el asiento de atrás de un bus —contesta Valentina.
Llevan dos años juntas, casi que adheridas. Llegaron al colegio siendo homosexuales. Su problema era otro: Marcela, como yo, sufre de déficit de atención. Valentina era demasiado desinhibida y espontánea para estudiar en un colegio femenino; espantaba a sus compañeras heterosexuales y las lesbianas de grados superiores se aprovechaban de sus escasos doce años y su belleza en desarrollo. Ellas se enamoraron en octavo, pero incapaces de entender la situación, esperaron madurar.
—Luci, ¿tenés agua? —pregunta Marcela.
—Esperame ya te la traigo.
Voy hasta mi asiento y saco la botella del bolso. El hielo se derritió por completo y mojó la caratula y varias páginas de María, de Isaacs. Lo traje para leerlo en las noches y sentirme cerca de este lugar y lejos de mi casa. Saco el libro y lo miro con algo de tristeza.
—Afortunadamente hay sol y viento para secarlo —dice Chávez, que aparace a mi lado y toma el libro con cuidado—. Siéntate, por favor, es peligroso que vayan paradas.
Chávez va por Vanessa. Dice en voz alta que falta poco para llegar, pero no especifica cuánto es “poco”. Le pido que le entregue la botella a Marcela. Dice “con gusto” y roza mi mano. Luego vuelve a su lugar. Víctor también me pide un poco de agua y siento que le estoy salvando la vida al decirle que sí. Me devuelve la botella casi vacía, le pido que se la termine y él me acaricia la cabeza.
Recuerdo que el día que nos conocimos también estaba sudando. Fue en una de esas actividades de inicio de curso. Llegamos al colegio el mismo año. Cada uno debía contar su historia, la de por qué estaba allí, como parte del proceso que iniciaríamos, algo así como reconocernos únicos y especiales, no diferentes. Yo no sabía qué decir. Todos tenían ese tipo de historias como “le di un puño a mi compañero porque me debía plata”, “besé a varios muchachos en recreo y alguien le contó al coordinador”, “inventé un chisme del profesor que me la tenía montada”. Víctor y yo nos limitamos a lo que era obvio y comprobable: él dijo que era demasiado gordo y que sus compañeros lo fastidiaban tanto que empezó a llenarse de rabia y se volvió agresivo; yo dije que era tranquila y que a veces no me gustaba hablar o escuchar hablar, como en ese momento.
Vanessa arruga una chaqueta negra impermeable y la pone sobre mis piernas. Apoya su mejilla en mi regazo y duerme los veinte minutos que faltan de camino. Descargamos en un parqueadero de piedras. Llevamos las maletas a las cabañas sin asignar. El bus regresa a Cali a eso de las cinco y media. Ya no hay forma de volver.
Vanessa se cambia la camisa en el camarote. Yo entro al baño para orinar, lavarme los dientes y recogerme el cabello otra vez en trenzas. Ambas acomodamos la ropa y los zapatos en un armario pequeño de madera y a las seis vamos a comer con los demás.
Al frente de nuestra habitación hay una ceiba enorme que nos oculta casi por completo el cielo rojo, que podría indicar el fin del mundo, o el fin de nuestro mundo. La brisa tiene color de añil, aroma a humo desvanecido y una textura muy fina, casi líquida, que se mete entre mis piernas. Llegamos a un salón pequeño con cuatro mesas estilo de Los Picapiedra. En la más larga nos sentamos todos, que somos apenas siete, pues la directora, doña Eliza, no ha podido viajar. Llega mañana temprano con Tirso, el coordinador de disciplina. Hoy se presentó algo con los muchachos de noveno, les resultó imposible dejar el colegio.
De la cocina sale una mujer muy amable y nos sirve gaseosa en vasitos de plástico. Luego viene un hombre, al parecer su esposo, con una bandeja. Siete platos con siete sándwiches de pollo y mayonesa. Agradecemos y ellos desaparecen tras la puerta de su cabaña, al lado del parqueadero. Dan las siete en medio de una oscuridad envolvente. Chávez nos pide que descansemos porque nos espera una semana larga. Enciende su linterna, lleva a Valentina y Marcela a su cabaña, que queda a pocos pasos de la nuestra. Vanessa y yo caminamos con la luz del celular, ella se adelanta con la mirada perdida, dice que quiere fumarse algo. Chávez le pide a Víctor que se adelante con Felipe. Luego grita mi nombre. Ya no hay forma de volver.
Quedamos los dos. Nos alejamos hacia un abismo poco profundo, cercado de flores. Me siento en sus piernas porque aún llevoshorts. Intento mirarlo.
—Te traje otra novela, la última antes de que leas tanto que te vuelvas loca y no logres acordarte de mí.
—Imposible —digo sin aliento.
El amor en los tiempos del cólera, por si algún día te vuelvo a tener.
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