historias urbanas

Los bajos del parque
Fotografía Juan Fernando Ospina

El Parque San Antonio ofrece una tranquilizadora sensación de amplitud. Parado en la mitad de su vasta explanada se obtiene la más grande porción de cielo que puede ofrecer el Centro de la ciudad. Además del resplandor de sus adoquines resalta una fila de palmeras despelucadas, vallenatos a buen volumen y una vista sobre la iglesia con la cúpula más grande de Medellín. Al occidente del parque está la carrera Junín, a la que en ese sector, entre Amador (calle 45) y Bomboná (calle 47), uno podría llamar “los bajos del parque”. Las escaleras que conducen hasta Junín fueron por años una catarata de orines. Los piperos de oficio y los cerveceros de ocasión siguen desfogando contra sus muros, pero la administración del parque ideó unas cunetas que llevan las aguas menores directo a un sumidero. Cierto olor a amoniaco sigue siendo una de las características del lugar.

Los bajos del Parque San Antonio son sobretodo un gran paradero de buses. En toda la cuadra cargan y descargan los de El Poblado, algunos circulares, los que van hacia El Pinal y Llanadas, los que llevan al barrio Boston y a Manrique. Las señoras se bajan y se suben a los buses aferradas a su cartera, mirando a lado y lado, recelosas; aunque también vi a alguna desprevenida luciendo su collar dorado con una gran lágrima perlada en la mitad del pecho. Los hombres caminan con aire desafiante, dejando muy claro que están alertas y que el morral no se los rapa nadie.

Los policías patrullan por el parque y la calle o se paran en las esquinas de los alrededores, pero no caminan por los bajos propiamente dichos. En mis correrías a ese sector que parece decir todo el tiempo “qué se le ofrece”, “qué necesita”, “lo que coja por mil”, solo una vez me topé con dos auxiliares bachilleres caminando, juniniando se podría decir. Parece que esas rondas están encargadas a los hombres de la empresa Galaxia, contratados por la administración del San Antonio. Van vestidos de negro y rojo y caminan en pareja, uno de ellos con el tábano en la mano, a la vista, listo para la descarga contra cosquilleros y escaperos. “Ese cojo que va adelante es muy bravo. Donde coja a una ‘rata’ de esas de por aquí y no llegue la policía, lo recontramata”, me dice doña Gloria, señalando con la boca a un gordo con el logo de Galaxia en la espalda, mientras despacha en su chaza de confites, chucherías y llamadas. Cuando le pregunto por el último atraco que le tocó, piensa durante unos segundos y luego me dice que fue la semana pasada, “a una señora le robaron el celular ahí en un bus.”

Los venteros son la guardia pretoriana de los bajos. Sobre ese tramo de Junín no hay cámaras de seguridad y ellos son la única memoria de atracos, incidentes y garroteras. Un sábado por la tarde conté catorce a lo largo de la calle. Vendedores de chazas menores con chicles y cigarrillos; de carrito de mercado con mecato de paquete, minutos y gaseosa; de freidora de papas y platanitos; de ollas con mazamorra, claro y arroz con leche; y los caminantes de Vive 100 y de maní y chicharrines. Hablando con uno de los vendedores de los módulos asignados por espacio público, donde se venden bolsos, zapatos y bluyines, me enteré del tercer anillo de seguridad, los celadores que caminan cuando ya han pasado los policías y repasado los hombres de Galaxia: “Esos otros son seguridad privada también, por ahí medio reparten un talonario, la sede queda dizque por Cúcuta”, me dice el hombre sentado frente a su almacén plegable. Y aclara que les paga cinco mil semanales por no dejar. La nueva pareja de vigilantes —de otra galaxia— va uniformada también de negro y tiene el mismo paso desganado aunque menos barriga que los guardianes oficiales. “Lo que sí no hay por aquí son cobradores de gorra, esos cobraban por allí como a dos cuadras, pero hace unos meses se mataron entre ellos”, me comenta Jorge, el vendedor del módulo y el más locuaz de mis contertulios en Junín. En medio de la conversación pasa uno de los viejos joyeros del edificio San Roque, saluda y mete la cucharada: “Uno de esos era cliente mío, yo le hice un anillo de oro con el nombre, ahora está en Bellavista. Esos manes se perdieron de por aquí”.

e noche todo es más tranquilo en la cuadra. El “segmento de vía” señalado como uno de los 850 puntos más peligrosos de la ciudad, es solo un concurrido lugar de raponeros de celular y esculcadores de cartera. Los robos suceden en medio de los tumultos, cuando la gente se apretuja en un cruce, o en los pasadizos que imponen las obras del tranvía, o frente a la puerta de los buses o en los corrillos de los paraderos. Se roba porque hay contacto, afán, ruido y confusión. Es lo que podríamos llamar “robo por aglomeración”. De modo que en la noche no hay condiciones para el “trabajo”. No quedan más que unos pasajeros prevenidos en exceso, los amigos de la botella en las cataratas, los choferes que toman tinto o comen chorizo y los voceadores de bus.

En la noche solo le roban a los aletargados: “A mí sí me han robado aquí. El año pasado me puse a beber en las escalas y se me llevaron un bolso con catorce celulares y diez termos. Fue un man de la calle”, me dice José, el vendedor con el carrito de mercado más surtido, una especie de granero en miniatura. Al otro día el ladrón se presentó como informante: “Yo sé quién le robó”, le dijo. Jugaba al sapo en Junín mientras ofrecía los celulares a los choferes de bus en la Oriental. José se enteró y lo sacó a patadas. “Los del almacén de deportes del frente le daban el almuerzo todos los días y en diciembre les robó diez balones. Es que esa gente… no, no, no”, remata José con una sonrisa desconsolada. Le pregunto por el último robo que le tocó y me dice que fue al frente de su granero rodante, a una pelada en uno de los buses que van a Llanadas: “Yo le dije desde aquí, ‘cierre la ventana que le van a robar el celular’, y me miró y me respondió, ‘a usté que le importa’. Y se lo robaron.”

La calle tiene una amplia oferta de delicias chocoanas. Canecas con los tamales de arroz arriba en el parque, almuerzos con caldo reparador que asegura el desfallecimiento para la siesta o el fondo para la fiesta, y a la vuelta, al subir por Bomboná, está Palmares del pacífico y otros bares negros, donde el sabor no se demuestra en la olla sino en la pista. Esa ya no es una calle de cargue y descargue sino de parche. También en ese “segmento de vía” me reseñaron un robo reciente: “Ahí queda una oficina de esas donde entregan subsidios del Estado y hace poquito le intentaron robar a un señor que había recibido su plata, al ladrón lo cogieron abajo”, ahora me habla otro vendedor de módulo, éste con ínfulas de detective. Me dice que en ocasiones llama a dos policías por teléfono y les entrega facha y coordenadas de los “gatos”. Cuando los policías llegan, una simple señal de cabeza confirma la información. “Es que esto está es lleno. Yo un sábado he llegado a contar hasta cien gatos”. Andan en grupos de cinco o seis, pueden ser mujeres, jóvenes con pinta bien, “ñarrias con todo el visaje”. Unos estorban, otros distraen, uno golea y otro recibe el paquete y se abre. Un equipo completo, con titulares, suplentes y esquema táctico. “Por aquí trabaja uno tan descarado que duró tres meses con la misma bolsa plástica debajo del brazo. Y mueco y todo. Si ponen policías de civil los cogen a todos en tres semanas”, el detective de caspete me propone fórmulas de éxito contra el hampa, y me da la clave sobre el ambiente de la zona: “Es que por aquí falsifican hasta un naipe, hace poquito una señora compró dos barajas antes de subirse al bus, las abrió apenas se sentó y eran las meras cajas con unas arandelas adentro”.

En mis recorridos por los bajos de San Antonio solo encontré sospechosos y cuentos de raponazo. Iba en busca de identificar riesgos, advertir amenazas, ver algún atraco. Pero lo único que me hizo pensar dos veces una nueva visita fue el piropo que me soltó una señora de cincuenta años en pleno parque. La acompañaba una amiga que llevaba de la mano a una niña de diez años. Me vio venir y me dijo, “ay papi me encantan los hombres así, barbaditos y peluditos”. Las tres se alejaron riéndose hacia las cataratas de los bajos. Fue mi última visita. 

Tres vueltas breves
Fotografía Juan Fernando Ospina
1.
Viernes, pasadas las siete de la noche, carrera 47 (Sucre) con calle 54 (Caracas). A una cuadra de distancia está el punto caliente en forma de herradura —carreras 47 y 48, calle 56 entre esas dos—, junto al Parque Bolívar, ese gran punto ardiente en el mapa de la ciudad. A esta hora Sucre todavía está llena de caminantes de toda ralea, de carros, ruido y humo.

Paro a comprar cigarros en la esquina. Dos tombos en una moto se meten en contravía, invaden la acera y se detienen en la puerta del negocio de al lado, un restaurante vegetariano. El parrillero se baja, se dirige a cinco chicas pálidas, temblorosas, uniformadas y con gorrito. “Nos acaban de robar”, dice una morena, con el labio un poco curvado en un puchero. Eran dos, uno pidió el baño prestado, el otro las encañonó. El segundo tenía una camisa de cuadritos, dice la morena. No escucho cómo describe al otro, ya guardé los cigarros, ya voy subiendo por Caracas, tengo una fiesta, esto no es noticia. Vivir por acá me ha enseñado a seguir de largo.
2. 
Martes, como a las tres de la mañana. A esta hora no hay carros ni gente, apenas unas cuantas luces encendidas en las ventanas de la veintena de edificios que diviso desde el balcón, al que me asomo de vez en cuando para atisbar esa herradura que resultó tan peligrosa. Procuro hacer recuento de todos los incidentes que he presenciado desde el balcón, los gritos de “cójanlo”, “¡ladrón!”, “hijueputapirobotevoyamatar” y demás agites que solo levantan de la cama a los recién llegados al vecindario. Concluyo que esas cuadras no son más peligrosas que las que las circundan.
Cuando la noche me agarra despierta fisgoneo los tropeles, pero nunca me involucro porque los gatos y las Convivir y los vigilantes privados y los callejosos no se percatan de que los miro desde arriba, y es mejor así. Vivir por acá me ha enseñado a mirar en silencio.

Esta vez también me asomo, aunque los gritos se escuchan lejanos, amortiguados. El salón de ajedrez que hay entre las calles 55 (Perú) y 56 (Bolivia) todavía está abierto. Al lado, cuatro tipos golpean a otro que está tirado en el suelo, mientras en la calle otros cinco observan y dicen cosas como “quién lo manda a robar”. En la calle hay tres taxis mal parqueados. El tipo en el suelo gimotea, dice “no me mate, padre, no me mate”. Es tan larga esa escena repetida tantas veces, tantas veces vista, que vuelvo a entrar y me dedico a otras cosas. Pero el agite sigue, distrayéndome, y cuando asomo de nuevo ya está en la esquina y han llegado más taxistas con ánimo justiciero.

Los vecinos del piso de arriba, que llevan un par de años en el edificio, también presencian la pela. Una vez, hace dos años, en el poste de esa misma esquina, un pelao asesinó a un brujo muy famoso que salía en papelitos de esos que reparten incansablemente por todas las calles del Centro. El muchacho de arriba vio todo, los disparos directos a la cabeza, el intento por hacer que pareciera un robo, el ademán de sacar su propio fierro que hizo el parapsicólogo, los gritos de la hija que lo acompañaba, al pelao cuando salió caminando tranquilo por Sucre. Gritó “asesino, cójanlo, cójanlo”, y al sicario lo cogieron en la Avenida Oriental y lo condenaron, un año después, a veinticinco años de cárcel.

Esta vez el vecino no grita. En la esquina, el apaleado aprovecha para correr mientras los tipos le cuentan al vigilante, el mismo que espanta callejosos de las aceras a punta de hijueputazos, que lo cogieron robando quién sabe qué. Corre media cuadra, y ahí, enfrente del balcón, uno de los taxistas lo agarra por la camisa, lo estrella contra el pavimento, le da patadas en la cara, y otros dos se acercan, y le dan más patadas, en la cara, en el cuello, en el pecho.

El señor de arriba, padre del muchacho que acusó al sicario, les dice con tono conciliador que ya está bien, que por qué mejor no llaman a la policía. Y en una de tantas patadas, ya con el corazón estrujado, oigo salir un grito de mi propia boca, “ey, ey, no lo casquen más”, con el volumen de esos gritos que brotan de la última entraña sin pedir permiso. Y se abren varias ventanas y varias cabezas se asoman, y durante un momento que parece muy largo todo se detiene, las patadas, el vocerío. Y la turba justiciera se dispersa mientras yo me oculto en la oscuridad del cuarto y pienso que mañana voy a tener miedo por haber roto el silencio obligado del voyeur.
3. 
Miércoles, nueve de la noche, atrio de la Catedral Metropolitana. P. y yo tomamos pola mientras pistiamos el cuadrante. Por primera vez en mucho tiempo puedo ver la fuente prendida, con luces y todo. Por Bolivia cada tanto baja un gato. Por el parque rondan parejas de gatos. En el costado occidental del Parque Bolívar, un combo de gatos fuma y conversa. Dan risa, los gatos. A esta hora, mientras caminan por aquí en parejas, es casi como si tuvieran en la frente un letrero que dijera “gato”, visible, sobre todo, para habitantes y caminantes del Centro, para lisos y vecinos del parque que a fuerza de balconiar y de andar por aquí a horas inusuales se han vuelto lisos. A mí nunca me han robado, pero los he visto actuar desde el balcón. Ahora no se acercan porque no ven azare y lo que atrae al gato es el azare. No azaran, soy vecina, todavía es temprano. Tombos en moto atraviesan el parque, una veintena de niños y adolescentes provenientes de Huila, vestidos con camisetas de la selección Colombia, pasan hablando duro y preguntan cómo llegar a las gordas de Botero.

No pasa nada en un buen rato. Mejor nos vamos. Nos estamos yendo cuando avistamos el agite. Un “cójanlo”, un tombo en una moto que baja por Bolivia y atraviesa el parque, una peladita muy flaca y chiquita y con pasamontañas que trota detrás de la moto, otro tombo que corre por el costado occidental del parque hasta la esquina de Bolivia y da la vuelta. A unos metros, los dos agentes y un tercero rastrillan a un callejoso contra el suelo mientras lo esposan. Callejoso, no gato, y eso me parece curioso porque siempre he dicho que el callejoso no azara y el gato no es fan del mugre. Vivir por acá me ha hecho creer que conozco el Centro.

El callejoso se deja llevar sin brega hasta el CAI que queda en la esquina suroccidental del parque, y dice que iba a recoger unos baretos, o algo así. Detrás de ellos va la flaca, cogida de la mano de la novia, de su misma estatura pero rellenita, con quien estaba cuando el man le salió al paso con un chuzo en la mano en la Oriental con Bolivia, que no aparece señalada en el mapa caliente. La flaca se ha hecho amiga de uno de los tombos, y conversa con él un rato al lado del CAI. “Te alcanzó a robar”, preguntamos. “No, yo qué me iba a dejar robar”, dice, y hasta diciendo eso parece de doce años.

A mí nunca me habría intentado robar un callejoso, digo mientras subimos por Caracas en busca de fiesta. Detrás de nosotros alguien habla, dice qué miedo, que por acá a esta hora no hay sino ladrones, que pa andar por acá a esta hora toca ir entrampado, aunque no con esas palabras porque es un señor algo mustio pero por lo que se ve muy decente. A mí no me da miedo andar por acá a ninguna hora. Vivir por acá me ha vuelto gata. Y para un gato cualquier punto y ninguno es caliente. 

En busca de sangre
Fotografía Juan Fernando Ospina
Tirado en el piso sobre un charco de sangre. Descosido a bala por andar preguntando pendejadas en territorio controlado. “No me dejen morir, soy inocente”, decía y agonizaba. Con estas imágenes jugueteaba mi mente después de que me asignaran la inspección de uno de los puntos calientes del Centro: la carrera 51, Bolívar, entre la avenida de Greiff y la calle Juanambú, a dos cuadras de otra zona más ardiente todavía, la carrera 53, donde más gente mataron en Medellín en 2012 y 2013. En el último año y medio las cosas no han cambiado mucho: la ley del cuchillo, el plomo y la papeleta mantiene su status amenazante. Pero como dijimos, “el que nada debe nada teme”.

Y aunque no debía nada, sí me inquietaba que mi actitud contemplativa fuera confundida con espionaje y los campaneros me vieran como informante de algún combo enemigo, o que me chuzaran naturalmente por robarme. Para no correr tantos riesgos decidí hacer mi exploración a través de visitas cortas y “espontáneas”, para comprar alguna chuchería, para comer algo, para averiguar un dato inofensivo; fueron pasos fugaces, a veces de ida y vuelta como cuando compré una crema humectante y regresé para que me la cambiaran porque supuestamente me la habían encargado de rápida absorción.

La primera visita fue suficiente para descubrir la característica más enérgica del punto: se puede vivir allí sin necesidad de salir de la cuadra, todas las necesidades básicas pueden ser resueltas incluyendo algunos lujos. Hay hoteles, tiendas, comidas, y se consigue desde un manojo de ruda o un motilado hasta un alicate viejo o unos leggins. La suculenta variedad de negocios y servicios a un lado, y las ventas callejeras al otro, hacen que todo el tiempo esté pasando el pueblo raso y silvestre, de todas las edades, hacia el trabajo, rumbo al encuentro, en vueltas. También se siente la presencia de ciertos personajes embambados que van y vienen, o a veces se quedan por ahí parados como si su única labor fuera atisbar.
El bullicio, los voceadores y el rugir de los buses lideran la banda sonora. El metro no es más que un puente por el que de vez en cuando pasa un vagón y produce un ruido menor. En esta primera incursión conté 204 pasos desde los pollos de La Sorpresa en la de Greiff hasta los toldos de pescado fresco de Juanambú. Eran las doce del día y hacía un bochorno feroz; solo se respiraba olor a pescado y las carretillas con frutas y verduras se atiborraban en la esquina. Tilapia roja, bocachico, bagre. Tumulto. La escena era tan viva, con mercaderes voceando sus productos y el pueblo hambriento, y la mezcla de olores tan medieval y penetrante, que en algún momento tuve la sensación de que iba a saltar del piso un Jean Baptiste Grenouille criollo.

De regreso a La Sorpresa me llamó la atención una puerta curtida y estrecha de dos alas; estaba cerrada y sentado en el escalón había un tipo joven guardando en la billetera un papelito doblado. En la esquina, cuando le echaba otro vistazo a la puertita, un tuso de cachucha y cadena gruesa de plata me miró a los ojos. No pude no pensar que era un lacayo de las Convivir, con sus bluyines a la moda de Chiroloco, camisas de manga corta y buenos tenis, como modelos de catálogo del Éxito.

A los pocos días volví al sitio con una amiga. Entramos a un restaurante llamado Pollo Presa y nos tomamos una cerveza mirando la gente pasar. “A la orden, a la orden”, gritaba una vendedora de ropa. La carrera Bolívar era una feria, los transeúntes iban y venían y a veces se chocaban y seguían como hormigas.

Entrada la tarde me llamó la atención un tramo ensombrecido por las cubiertas de los puestos, unas lonas que están amarradas a las fachadas de los locales. Aunque a la vista se ve natural, quiero pensar que es algo calculado y diseñado para crear un pasadizo oculto que evade posibles cámaras de seguridad e impide la vista desde el andén del frente, pues la retaguardia del túnel está reforzada por varios colectivos del Popular número 1, apiñados en la vía esperando su hora de salida.

De repente escuchamos los gritos de una mujer que imploraba piedad. Frente a la escena se agolparon los transeúntes para ver lo que pasaba. El cañón de un revólver apuntaba ahora a la frente de la mujer arrodillada. Un dedo apretó el gatillo y la pantalla se fue a negro. Era un fragmento de la película Caracas, de Jackson Gutiérrez, que valía dos mil pesos en uno de los puestos callejeros.

Eran dos tipos los encargados de la venta de películas; uno de ellos sacó de sus zapatos una bolsita, se recostó en una palmera seca, introdujo un pitillo miniatura y lo sacó untado de una sustancia que esnifó con fuerza. Su compañero hizo lo mismo mientras al lado el vendedor del puesto de ferretería leía el diario Q’hubo. Minutos más tarde, al otro lado de la calle, cuatro policías esposaban a cuatro negros que tenían una venta persa de celulares, y otros dos agentes se dejaban guiar por un ciudadano que los abordó para denunciar que un viejo estaba “trabajando con plata falsa” en Juanambú.

Despedí a mi amiga y salí detrás de los policías. En un principio pensé que se trataba de un asunto de joyas, pero no era más que un billete falso de diez mil pesos que le habían metido al ciudadano. En Juanambú, siempre agitada, fingí interés por los pescados mientras la policía resolvía la situación. El olor esta vez era más fuerte porque ya tenía el acumulado rancio del día. Cuando abandonaba el lugar, mis ojos casi se desorbitan: me encontré de frente con Jean Baptiste. Era tal como me lo imaginaba: un pequeño gamín con el torso desnudo, la camisa alrededor del cuello a modo de bufanda, tres cicatrices curvas en el estómago como si lo hubieran herido con una espada árabe y gotas de piel maltrecha en el pecho como si se hubiera quemado con aceite. Varias veces debe haber sentido la fragancia de la muerte en su corta y desdichada vida.

Aún en la zona le pregunté a un frutero cómo estaba la seguridad. Sonrió y dijo, “todo tranquilo, aquí a los ladrones les damos duro, los tenemos controlados”.

A los dos días volví por la noche y un vendedor de cigarrillos menudeados tenía su carrito frente a la puerta misteriosa. Nunca la había podido ver abierta y un impulso incontrolable me llevó a comprar unos chicles y preguntarle al tipo si sabía qué había detrás. El hombre me miró reprobando mi curiosidad y respondió con ironía y obviedad, “pues una casa”. “De vicio”, pensé yo no sé por qué y me imaginé que allí adentro podía haber personas paranoicas y agazapadas soplando en pipas pequeñas, respirando un aire pesado y dulzón, sometiéndose a vejaciones por meter vicio. Entonces quizás esa puerta solo se abra durante el conticinio para que se renueve el personal, o para sacar, de pronto, algún organismo sobredosificado, en descomposición, que encargan a un carretillero para que lo abandone en la ribera sin que el mundo se entere.

Lo más llamativo aquella noche fueron las fachadas luminosas de los casinos: New York, Imperial, Royal, Internacional, London. La industria del juego de azar también hace parte del coctel que controlan las “oficinas” del Centro. Antes de irme quería ver si en la cuadra me ofrecían marihuana o perico, pero aunque todo el tiempo pareciera que hay alguien en alguna vuelta, la venta se configura en las siguientes cuadras hacia el norte.

En la visita final almorcé en Pollo Presa, a seis mil pesos un plato de arroz, ensalada, papas fritas y carne, acompañado con jugo de guayaba. La policía estaba haciendo requisas menores y pidiéndoles papeles a algunos gatos que pasaban. Dos hombres andrajosos dormían en la acera. Salí del restaurante con la mirada clavada al piso, quería encontrar algunas huellas de sangre seca pero fue imposible detectarlas.

El último homicidio que se recuerda por aquí fue a finales de enero de este año por un tema relacionado con una plaza de vicio. Dos cuadras abajo del punto un hombre apuñaló tres veces en costilla y espalda a una trabajadora sexual y huyó hacia la carrera Bolívar cuando dos policías salieron tras él. El hombre tiró el cuchillo segundos antes de ser capturado en Juanambú, frente a los toldos de pescado. Pero ese sujeto era muy distinto a nuestro Jean Baptiste, llevaba ropa digna, un abrigo amarrado a la cintura y un intimidante cuchillo de cacha blanca con tres estoperoles de metal, base gruesa y punta afilada. Sería el ejemplar más grande de un juego de seis cuchillos. En el primer trimestre de 2015, de las cuarenta capturas efectuadas en la ciudad por tentativas de homicidio y homicidio, al menos 29 fueron en flagrancia.

En la caminada de despedida, un descamisado de la calle se robó mis miradas. Venía comiéndose un pedazo de bizcocho con una mano y con la otra ayudaba a empujar un destartalado Renault 9. Yo me quedé esperando a ver si de la enigmática puerta salía o entraba alguien, pero permaneció cerrada, hermética, como de alguna manera es esta cuadra, que a pesar del agite y el control, es como si su verdadera acción ocurriera en una dimensión impenetrable, o en el mejor de los casos, subterránea.

No hay batalla en Carabobo
Fotografía Juan Fernando Ospina
La última vez que me atracaron fue en el Paseo Urbano de Carabobo, cerca de la esquina con la avenida Colombia. Fue hace cinco años, a eso de las seis de la mañana, hora de mi alegre camino hacia el trabajo. Vivía en el Centro, la distancia de la casa a la oficina era de unos veinte minutos caminando, la hora del amanecer en la que salía era propicia por el clima fresco y los pocos caminantes, y existía el pasaje peatonal de Carabobo, que cubría gran parte del recorrido como un embudo libre de buses, carros y motos.

En ese tiempo me ponía camisas de manga larga, chaqueta, pantalones con prenses y zapatos de cuero. Y usaba un maletín para cargar papeles. No me ponía corbata porque sudo como un caballo y cualquier cosa colgada al cuello me sofoca.

Debí creerme algún tipo de ejecutivo catalán que atraviesa Las Ramblas o un bonaerense que camina por Corrientes, qué sé shoooo, desubiques que a veces tiene uno. Cargaba un celular en el bolsillo del pantalón y un ipod en el de la chaqueta, claro, con sus audífonos blancos color crema dental enchufados en mis oídos.

A esa hora, los audífonos brillaban más que una cadena de oro en la nuca de una viejita jubilada. Pero yo iba por Las Ramblas, chavales. Boyacá, abajo del Parque Berrío, era la cuadra más temida, el último peldaño para alcanzar una alameda rozagante donde ya no me podía pasar nada. Ay, ¡esos arbolitos a lado y lado!, ¡y esas banquitas con patas de hierro y espaldares de madera!, ¡y yo con mi ipod escuchando alguna banda triste londinense! Así era imposible que mis equinas glándulas sudoríparas se acordaran de sus tareas.

Día a día caminaba triunfante por Carabobo. Hasta que una buena mañana, al girar la esquina de Boyacá con el Paseo Urbano, cuando se abría ante mí el camino de la prosperidad, vi una mujer amanecida que venía desde Colombia tambaleando, magra y desesperada. No quité mi mano del maletín ni saqué la otra del bolsillo, como hacía habitualmente al llegar al pasaje, pero quizás ese exceso de prevención la animó a caminar directo hacia mí. Me dirigí hacia el centro del pasaje, dispuesto a pasarla de largo, y nos encontramos a la altura de la entrada de Bancolombia.

Ahora entiendo que a esa hora, cuando la primera luz del sol pule la fachada dorada de piedra bogotana del edificio del banco, ella pudo pensar que el cordón de los audífonos era un collar y que lo que tenía en las orejas eran perlas, qué sé shoooo. Y entonces quiso aferrarse a él como si en ese botín se le fuera la poca honra que le quedaba.

Solo recuerdo haber dado un manotazo y correr. Corrí como un caballo desbocado en medio de los árboles, dejando atrás las banquitas, sin las perlas en mis orejas. Corrí dos, tres cuadras, mientras algunas persianas del comercio se abrían a mi paso. Corrí con la mano alzada y gritando “¡taxi!”, al tiempo que intentaba desenredar el cordón del audífono que colgaba de algún botón de la chaqueta. Y sudé. Sudé al punto de pensar, sentado en la silla trasera del taxi, que no podía llegar a la oficina sin un nuevo duchazo.
***
Cuando leí que la Universidad de los Andes había hecho un estudio que identificaba las cuadras en donde se concentraba el mayor número de denuncias por lesiones personales, hurto a personas y vehículos y microtráfico en la ciudad entre 2012 y 2013, pensé en hacer el mismo recorrido de hace cinco años, a la misma hora, para ver si acaso me encontraba con algún infortunio.

El mapa de las denuncias de esos delitos, la mayoría ocurridos en el Centro, me auguraba una buena posibilidad. Con suerte, le dije a un colega, me volverían a atracar y tendría una buena historia. Ahí estaban, resaltadas en el plano, las cuadras número 187092 y 263578, ambas sobre Carabobo, entre Colombia y Ayacucho, y entre esta última y Pichincha; justo en medio de mi recorrido del pasado. Eran los doscientos metros preferidos por los delincuentes de todo el Paseo Urbano de Carabobo; o por los denunciantes, según como se mire. Puede haber otras cuadras donde se cometen más delitos, pero los afectados denuncian menos; al menos yo contaba con un indicio con certificado de Policía y Fiscalía.

De hecho, el alcalde anunció recientemente la concentración del esfuerzo de las autoridades por combatir los delitos de “alto impacto” ciudadano —los que se reflejan en las encuestas de percepción y quitan o ponen votos en año electoral—, en nueve puntos calientes del Centro: El Paseo Urbano de Carabobo no hacía parte de ellos. 

n marzo pasado solo se denunciaron ante la Policía dos hurtos en las dos cuadras mencionadas: uno de un celular y un anillo, y otro de un celular, una billetera y dinero.
Carabobo tiene por lo menos dos décadas de historia reciente de estarse cuidando sola. No por tener a su vera el antiguo Palacio de Justicia, que ahora sirve de tendedero a almacenes de ropa y calzado, sino porque allí empezaron a actuar las Convivir del Centro a principios de los noventa. En Carabobo no duermen ni caminan mendigos y, aunque ya no se ven esos hombres enchaquetados y con radios de comunicación en la mano de los noventa, las cámaras de seguridad son visibles en postes y terrazas.
***
Ahora me visto con bluyín, tenis y camiseta; no vivo en el Centro y pocas veces salgo a caminar. Tengo un celular que pago a cuotas y ya no uso el ipod. La tarde anterior al día en que haría el recorrido de madrugada estuve caminando por la zona. En los cruces de Colombia, Ayacucho y Pichincha había sendas parejas de policías. Visité el antiguo almacén Caravana, en la esquina con Pichincha, donde se inauguraron las primeras escaleras eléctricas de la ciudad, y que hoy se llama Elite Tiendas. Subí a la terraza del edificio
Hollywood, diagonal al Palacio Nacional, también en la esquina de Pichincha. Hollywood es el nuevo símbolo del lugar: atiborrado de modelos posando en vallas publicitarias. Desde su terraza se ve el Paseo cubierto por las ramas de los árboles, como una alfombra verde que atraviesa el Centro desde la avenida de Greiff hasta San Juan. Sobre una cámara de vigilancia, ubicada al frente de unas de las puertas del Palacio, vi una paloma espulgándose las alas, como queriéndome anunciar que tenía vía libre para un recorrido pacífico.

Caminando por el pasaje, sentí una especie de caos controlado; un murmullo improvisado pero con partitura. Vendedores anunciando ropa “de marca” y “menús baratos”; venteros ambulantes veteranos sentados en las banquitas con una cajita de chucherías y cigarrillos en las piernas; paseantes y compradores saliendo y entrando a locales comerciales con fachadas recubiertas de vallas con modelos en ropa interior; y en sus vitrinas, la ropa colgada sin maniquíes, como en el patio de la casa.

La madrugada del día escogido fue fría y lluviosa. Pasara lo que pasara, era difícil que saliera de allí sudando. En Boyacá, el paisaje no había cambiado: algunos vendedores ambulantes cubriéndose de la lluvia bajo el viaducto del metro, y pocos caminantes y vehículos sobre la carrera Bolívar. El periódico Q’hubo, oráculo de la vida roja del Centro, no me daba ninguna pista cercana a la que temer: un asesinato en La Estrella y otro en Copacabana acaparaban la portada del martes 21 de abril.

Minutos antes de las seis de la mañana, en la esquina de Boyacá con Carabobo, justo cuando iba a girar para coger el Paseo Urbano, vi un policía hablando con una vendedora de café y jugo de naranja. Al frente, en una cafetería, vi a otro sentado tomando tinto y en la esquina del atrio de la iglesia La Veracruz uno más, de pie, viendo llover. Me detuve y pedí un tinto. El policía que hablaba con la vendedora tomó un banco plástico y se sentó bajo el techo de un local de Gana.

—¡Estoy mamado! —dijo.
A su lado, sentado en otro banco, había un anciano con sombrero y poncho, con cara de pueblito de Oriente, que movía los labios. Modulaba con esfuerzo, pero no se le oía nada.

—¿Un carro de rodillos? —le gritó la vendedora.—¿Un motor de cuatrocientos centímetros? —dijo el policía.

La conversación no prometía llegar muy lejos y el anciano cerró la boca. La explosión del mofle de un carro que bajaba por Boyacá levantó una bandada de palomas que picoteaban en el atrio de La Veracruz. Ascendieron dejando oír sus aletazos, y se posaron en los árboles y en las terrazas de los edificios. La lluvia seguía cayendo y el Paseo Urbano de Carabobo se veía tranquilo y despejado, iluminado por la tenue luz amarilla del alumbrado público. Un embudo sin buses, carros ni motos. Sentí que podía emprender de nuevo mi camino por el pasaje.

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Casi nadie encuentra los incentivos necesarios para dibujar con detalles el mapa criminal de nuestras ciudades. Nadie quiere publicar una guía negra que señale las esquinas temidas y las horas peligrosas. Ningún volante ofrece visitas guiadas a las calles de los atracos en Medellín o Bogotá. Si acaso circulan algunas advertencias y el voz a voz recomienda con los ojos abiertos, “es mejor que a esta hora no vaya por allá”.

Pero en las oficinas de los académicos trabaja el viejo ícono del investigador criminal: la lupa sobre las cifras que entrega la Dijin puede revelar horas pico y puntos calientes para el repaso de los secretarios de gobierno y los más especializados secretarios de seguridad. En enero de este año se publicó Un análisis de la criminalidad urbana en Colombia, escrito por los investigadores Daniel Mejía, Daniel Ortega y Karen Ortiz, con el apoyo de la Universidad de los Andes, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco de Desarrollo CAF. El estudio se concentra en cinco delitos cometidos en cuatro capitales colombianas. La idea es encontrar la hora y el lugar en el que se concentran el homicidio, las lesiones personales, el hurto a personas y de vehículos y el microtráfico, en Barranquilla, Bogotá, Cali y Medellín. Para ir encontrando la escala del mapa sirve saber que en esas ciudades vive el 30 por ciento de los colombianos y se cometieron el 31 por ciento de los homicidios en 2013. En la investigación, las ciudades se dividen en “segmentos de vía”, lo que uno llamaría cuadras. Medellín, por ejemplo, tiene 37.055 “segmentos de vía” que miden en promedio 62 metros. Y casi todo sucede en metros muy medidos, lo sabe la gente de Q’hubo y quienes pagan su transporte. Los 1.503 homicidios cometidos en Medellín entre enero de 2012 y diciembre de 2013 tuvieron como escenario el 3.2 por ciento de las cuadras que lista el estudio. La muerte tiene sus nichos. Bogotá es todavía más exclusiva, en el 1.2 por ciento de sus 137.117 calles se cometieron los homicidios de los mismos dos años.

Este editorial más que una postura es una promesa de visita y reseña que Universo Centro hace a sus lectores. Tendremos página roja sobre algunos de esos parches azarosos en Medellín. La policía divide en cuadrantes y los pillos cuadran la vuelta. Las cámaras en los postes giran con sus alardes y los noticieros abren con uno de los chuzados de la noche del sábado o la madrugada del domingo cuando suceden el 16 por ciento de los homicidios en las cuatro ciudades mencionadas.

Medellín muestra sus señales particulares. Aquí el hurto a vehículos y el microtráfico suman el 70 por ciento de los delitos que señala la investigación. Tenemos el 5.1 por ciento de la población y en las calles de la ciudad se robaron el 21.3 por ciento de los carros perdidos en Colombia en el 2013. Herencias de “los de la moto” y consecuencias de la demanda y la oferta en el valle donde más se carbura y más se sopla. Es seguro que la ciudad tiene el mayor número de presos por tráfico, distribución o porte de estupefacientes, una condena que confirma que la proliferación de jíbaros en la cárcel es el peor fracaso de la guerra contra las drogas. Nuestros “Puntos calientes” están sobre todo en el Centro. El acueducto llama “parrilla” al núcleo de sus tuberías en el centro de la ciudad y el nombre sirve para identificar los recorridos de las “neveras” del CTI. Una dirección para que piensen el tour y se tomen una gaseosa en la postura del investigador: carrera 53 entre calles 53 y 54, barrio Estación Villa, el punto más bravo para los muertos entre 2012 y 2013. Visite el sector, tal vez ahora esté un poco más tranquilo. “Y el que nada debe nada teme”, dijo el pastor de la esquina. Busque su paseo, con cinco mil en el bolsillo y los zapatos viejos, por Colombia entre carreras 52 y 51; los 62 metros preferidos para el atraco.

En todo caso nos queda la curiosidad en la seña de los criminólogos, algo así como geógrafos e historiadores del crimen fresco. Topógrafos, mejor. La idea es sacar la lupa a la calle y mirar ese ecosistema donde se mueven los bichos bravos. Ahora tal vez haya un poco más de actividad, los robos y las lesiones personales han crecido en las cuatro ciudades en los últimos años.

El rastreo que reúne los delitos demuestra que el índice de percepción de seguridad no es ningún embeleco. Se roba en el 10 por ciento y se teme en todas partes. 

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