CÓMO ESCRIBIR UN CUENTO SEGÚN ESCRITORES HISPANOAMERICANOS
Una mini biblioteca sobre teorías acerca del cuento, en este caso, en español
A veces, algunas veces, es bueno aventarse hacia los coros y las poéticas y teorías de los escritores más cabrones. Uno se puede desatorar o inspirar; otras veces, no: en especial si te la pasas leyendo las teorías de las teorías y no lo traduces a la práctica. De todos modos, para las veces en que de plano es bueno regresar al manualito, aquí les dejo lo que pretender ser una mini biblioteca sobre teorías acerca del cuento, en este caso, escritas por hispanoamericanos. La idea, queridos kamikazes, es que juntos armemos un buen banco de datos teórico para cuando lo necesitemos. Estos 22 escritores son los primeros. Por favor, si ven por ahí perdido en el espacio digital un buen articulo sobre cómo escribir un cuento, mándelo para actualizar la biblioteca.
Para esta lista me inspiré en los tomos “Teorías del cuento”, que recopiló Lauro Zavala. Hay otros que no están en esos tomos y que son una buena contribución, según yo. En esta lista, claro, hay escritores que me gustan y otros que no tanto, pero bueno, todos los artículos están interesantes y pueden aportarnos algo bueno para seguir aprendiendo, en este caso, a escribir cuentos.
Unas palabras sobre el cuento
Augusto Monterroso
Augusto Monterroso
Si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así.
Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con ésos debe trabajarse.Las páginas también tienen que ser sólo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento. Diez líneas de exceso y el cuento se empobrece; tantas de menos y el cuento se vuelve una anécdota y nada más odioso que las anécdotas demasiado visibles, escritas o conversadas.
La verdad es que nadie sabe cómo debe ser un cuento. El escritor que lo sabe es un mal cuentista, y al segundo cuento se le nota que sabe, y entonces todo suena falso y aburrido y fullero. Hay que ser muy sabio para no dejarse tentar por el saber y la seguridad.
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
¿Todo cuento es un cuento chino?
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
¿Todo cuento es un cuento chino?
Señor don Gabriel García Márquez:
¿Qué son para usted los cuentos? Unas veces uno piensa que en su caso son un tiempo de refresco entre una novela y la siguiente. O, como ocurre con algunos escritores, un género de práctica para el género mayor, que es la novela. No escondo más la verdadera pregunta: ¿Sus lectores podemos esperar un nuevo libro de cuentos?
Adalberto Valdez. San Juan, Puerto Rico.
¿Qué son para usted los cuentos? Unas veces uno piensa que en su caso son un tiempo de refresco entre una novela y la siguiente. O, como ocurre con algunos escritores, un género de práctica para el género mayor, que es la novela. No escondo más la verdadera pregunta: ¿Sus lectores podemos esperar un nuevo libro de cuentos?
Adalberto Valdez. San Juan, Puerto Rico.
Escribir una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termine creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Ortega y Gasset. Dice así:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Nada más. Hay otro de Las Mil y una Noches, cuyo texto no tengo a la mano y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra.
Más que el cuento mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas Ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los Duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: «La Pata de Mono», de W.W. Jacobs, y «El Hombre en la Calle», de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parecer ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somersed Maugham, cuyas obras —como las de Hemingway— son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar P & O —siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient— que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos —«Un canario para regalo» y «Un gato bajo la lluvia»— y el tercero, largo y consagratorio, «La breve vida feliz de Francis Macomber».
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El Otoño del Patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La Cándida Eréndira: «Blacamán el bueno vendedor de milagros», «El último viaje del buque fantasma», que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles deCien Años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: “Leí el otoño hoja por hoja”. Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.
P.D. Sobre su verdadera pregunta —como usted dice— no sé si los lectores podrán esperar, pero yo sí pienso publicar otro libro de cuentos. Son tres de unas cincuenta páginas cada uno. Me falta todavía una revisión a fondo de dos terminados y acabar de escribir el tercero. Todavía no tengo un título para el libro, ni pienso publicarlo antes del primer tomo de mis memorias. Que por cierto no terminé de escribirlo hoy por el grato compromiso de contestar estas preguntas. Qué vaina, ¿no?
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Ortega y Gasset. Dice así:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Nada más. Hay otro de Las Mil y una Noches, cuyo texto no tengo a la mano y que me produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del tamaño de una almendra.
Más que el cuento mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría. ¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas Ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los Duelistas, un cuento también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: «La Pata de Mono», de W.W. Jacobs, y «El Hombre en la Calle», de Georges Simenon. El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parecer ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de William Somersed Maugham, cuyas obras —como las de Hemingway— son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar P & O —siglas de la compañía de navegación Pacific and Orient— que es el drama terrible y patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más cortos —«Un canario para regalo» y «Un gato bajo la lluvia»— y el tercero, largo y consagratorio, «La breve vida feliz de Francis Macomber».
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a escribir El Otoño del Patriarca. Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después con vida propia en el libro de La Cándida Eréndira: «Blacamán el bueno vendedor de milagros», «El último viaje del buque fantasma», que es una sola frase sin más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles deCien Años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste: “Leí el otoño hoja por hoja”. Muchos persistieron en la lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.
P.D. Sobre su verdadera pregunta —como usted dice— no sé si los lectores podrán esperar, pero yo sí pienso publicar otro libro de cuentos. Son tres de unas cincuenta páginas cada uno. Me falta todavía una revisión a fondo de dos terminados y acabar de escribir el tercero. Todavía no tengo un título para el libro, ni pienso publicarlo antes del primer tomo de mis memorias. Que por cierto no terminé de escribirlo hoy por el grato compromiso de contestar estas preguntas. Qué vaina, ¿no?
Que me quieran por un buen cuento
¿Cuándo empezaste a escribir?
Desde que tengo memoria. El recuerdo más antiguo que tengo es que dibujaba “cómicos” y ahora me doy cuenta que posiblemente lo hacía porque todavía no sabía escribir. Siempre he buscado medios para contar y me he quedado con la literatura, que es el más accesible. Pero pienso que mi vocación no es la de escritor sino la de contador de cuentos.
¿Es que prefieres la palabra hablada a la escrita?
Por supuesto. Lo estupendo es contar un cuento y que ese cuento muera ahí. Para mí lo que sería ideal sería contarte la novela que estoy escribiendo y estoy seguro que produciría el mismo efecto que busco al escribirla, pero sin todo ese trabajo. En mi casa, a toda hora, cuento los sueños, lo qué me pasó y lo que no me pasó. A mis hijos no les cuento las historias de Callejas sino cosas que suceden, y eso les gusta mucho. Vargas Llosa, en el libro sobre la vocación literaria que está escribiendo, García Márquez, historia de un deicidio, donde toma como ejemplo mi obra, dice que soy un semillero de anécdotas. Tratar de que me quieran por un buen cuento que conté..., esa es mi verdadera vocación.
He leído que cuando termines El ótoño del patriarcaescribirás cuentos y no novelas.
Tengo un cuaderno donde voy enumerando y tomando notas de cuentos que se me ocurren. Ya tengo unos 60 y me imagino que llegaré a 100. Lo que es curioso es el proceso de elaboración interna. El cuento —que surge de una frase o de un episodio— o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me ocurre. No tiene un punto de partida y después entra o sale un personaje. Voy a contarte una anécdota para que te des cuenta por qué misteriosos caminos llego al cuento. En Barcelona, una noche, había gente en casa y se fue la luz. Como el daño era local llamamos a un electricista. Mientras él arreglaba el desperfecto, yo, que lo alumbraba con una vela, le pregunto: “¿Cómo diablos es este daño de la luz?” “La luz es como el agua —me dijo—, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador.” En esa fracción de segundo se me ocurrió, completito, completito, este cuento:
En una ciudad donde, no hay mar —puede ser París, Madrid, Bogotá— viven en un quinto piso un matrimonio joven con dos niños de 10 y 7 años. U n día los niños piden a sus papás que les regalen un bote con remos. “¿Cómo vamos a regalarles un bote con remos? —dice el padre—. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.” Los niños se emperran que quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: “Si sacan el primer puesto en el colegio se los regalo.” Los niños sacan el primer puesto, el padre compra el bote y cuando lo suben al quinto piso les pregunta: “¿Qué van hacer con esto?” “Nada —le contestan— queríamos tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.” Una noche, cuando los padres se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la luz —como si fuese agua— empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro de altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la cocina. Cuando ya es hora que regresen los papás lo guardan en el cuarto, abren los sumideros para dejar que la luz se vaya, reemplazan el bombillo y... aquí no ha pasado nada. Ese juego se les vuelve tan formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más alto, se ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las mesas, hacen pesca submarina... Una noche, la gente que pasa por la calle al notar que por las ventanas está chorreando luz y que está inundando la calle, llaman a los bomberos. Cuando los bomberos abren la puerta encuentran a los niños —que distraídos con su juego habían dejado que la luz llegara hasta el techo— ahogados, flotando en la luz.
¿Dime, cómo este cuento completo, tal como lo conté, se me ocurrió en una fracción de segundo? Claro, como lo cuento mucho, cada vez le encuentro un ángulo nuevo —cambio una cosa por la otra o agrego un detalle—, pero la concepción es la misma. En todo esto no hay nada voluntario ni predecible, tampoco sé cuándo se me va a ocurrir. Estoy a merced de la imaginación que es la que me dice cuándo sí ono.
¿Ya está escrito ese cuento?
Lo único que anoté es: “número 7, Niños que se ahogan en la luz.” Eso es todo. Pero este cuento, así como todos los demás, lo tengo en la cabeza y lo reviso periódicamente. Por ejemplo, voy en un taxi y recuerdo el cuento número 37. Lo reviso completo y me doy cuenta que se me ha ocurrido un episodio..., que las rosas que tengo previsto no son rosas sino violetas. Ese cambio ya se incorporó al cuento y me lo anoto en la cabeza. Lo que me olvido es parque no tiene para mí valor literario.
¿Por qué no los escribes cuando se te ocurren?
Si estoy escribiendo una novela no puedo estar mezclando, no puedo sino trabajar en ese libro aunque me lleve más de 10 años.
¿Inconscientemente, los cuentos no se tan incorporando en la novela que estás escribiendo?
Estos cuentos están en compartimientos completamente separados y no tienen nada que ver con el libro del dictador. Eso me sucedió con Los funerales de la Mamá Grande. La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, porque es un bloque que prácticamente lo trabajé todo al mismo tiempo.
¿Nunca se te ha ocurrido que podrías ser actor?
Tengo una inhibición terrible frente a las cámaras y al micrófono. En todo caso sería el autor o el director.
Has dicho en una oportunidad: “Yo soy escritor por timidez. Mi verdadera predisposición es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. En mi caso ser escritor es un hecho descomunal porque soy muy bruto para escribir.”
Qué bueno que me leas eso. Eso de que mi verdadera vocación es la de ser prestidigitador corresponde de exactamente a todo lo que te he dicho. Me encantaría tener éxito en los salones contando cuentos, como el prestidigitador lo tiene sacando conejos de un sombrero.
¿Cuesta mucho trabajo el proceso de escribir?
Muchísimo trabajo, cada vez más. Cuando digo que soy escritor por timidez es porque lo que debería hacer es llenar esta sala, salir y contar el cuento, pero mi timidez no me lo per mite hacer. Todo lo que hemos hablado yo no podría hacerlo si hubiera dos personas más en la mesa. Tengo la impresión que no controlaría la audiencia. Entonces, lo que quiero contar, lo hago escrito, solito en mi cuarto, y con mucho trabajo. Es un trabajo angustioso pero sensacional. Vencer el problema de la escritura es tan emocionante y alegra tanto que valía la pena todo el trabajo; es como un parto.
1. El acto creativo es un proceso constante de aniquilación del creador.
2. No hay arte sin un conflicto interno, que nos antecede, en un tiempo desde el que se vienen formando las maneras de ver el mundo y sus relaciones; por supuesto, un conflicto desgraciado, entre genético y psíquico. Si el que ejecuta el arte no porta dicho conflicto —y en cada uno es particular—, difícilmente le surge la necesidad de expresarse; en la práctica no habrá acontecimiento artístico.
3. Cuando emerge, la obra nace deforme o mezclada con parte de lo que el individuo es. De aquí que, cuando va fluyendo sobre la tela, o a punto de escribirse, intervengan las habilidades, la formación intelectual y las técnicas que la persona ha adquirido a través del estudio y la observación, para reducir la influencia deformante de aquellas partes no artísticas que se entrometen.
4. El aspecto clave del cuento es que a través de movilizar un elemento emotivo o reflexivo del lector, le abre un campo más amplio de la historia de su vida. Si el cuento es realmente efectivo, le revelará un secreto propio o le permitirá la visión de un aspecto importante del mundo que había escapado a sus sensaciones, a su transcurrir cotidiano.
5. El lector no vive analizando su vida, ni su entorno, y sólo en ocasiones muy especiales se lo permite. Muchos pasan la vida sin hacerlo, o sólo alguna vez, trágica o muy feliz. El cuento genera guías para ver esa vida, para detenerse en si mismo, viendo o leyendo en lo otros. Aquí hay una misión conceptual y ética del mundo.
6. El cuento es un relato breve que remueve a profundidad el espíritu del lector, dejándole una marca indeleble y perdurable en su existencia.
7. En cuanto a las formas, he buscado generalmente no escribir ni cuentos sorpresivos ni tampoco lineales. Estos propósitos me han llevada a un problema serio. Yo busqué que el cuento fuera como un magma que creciera y se expandiera, y que su final no fuese lo determinante sino una sección tan vital como el comienzo. He sido de la idea de que cada tema atrae sus formas y sus palabras, sus adjetivos y sus ambientes. Entonces, el escritor tiene un doble papel: realizar el texto, pero también cuidar que ese texto esté acorde consigo mismo.
8. En el fondo, a quien le preocupa cómo crear y por qué crear es al creador mismo y a los críticos. Al lector le interesa lo que crea el creador. Convencer al lector de que la autorreflexión es también importante; exige alta calidad literaria, como en Cortázar o en Borges. Allí el trabajo de verosimilitud es más mucho más fino y preciso; por lo tanto, se vuelve doblemente complejo.
9. Cuando el escritor llega a la palabra, trae ya una idea de lo que es la escritura, de cómo escribir y de cómo no escribir. Esto inhibe las posibilidades creativas, acartonándolas, sometiendo en el individuo su forma de sentir y de expresar. Sugiero que el escritor haga a un lado las reglas que se han impuesto culturalmente y deje fluir su creatividad Después de todo, lo que dejó de lado le va a servir para reelaborar su material.
como escribo un cuento
COMO ESCRIBO UN CUENTO.
Como tantos otros suelo iniciar m cuento con una imagen, por lo comun de orden visual, nitida y concreta que surge de mi imaginacion por vias de la memoria de manera caprichosa y luego de un largo proceso de digestión: tres pre-adolesentes por el monte con el cuerpo infestado de garrapatas; una mujer que canta en el curso de una fiesta de pueblo con la mirada oculta tras unos lentes oscuros; un grupo de estudiantes que juegan entre la nieve en el patio de una escuela fuera de la hora del recreo y a la vista de un mozo. Una mujer bajo la lluvia con una cometa de papel en las manos. De vez en cuando he imaginado algun relato a traves de una imagen auditiva que me marca ritmo, tono y tempo: “ que nadie me denigre el triste papel de seductor lascivo cuando he sido tan solo un hombre que ama la justicia y la caballerosidad “. Con menos frecuencia parto de una idea. En mi libreta de notas encuentro frases como las siguiente: “ un eclipse geografico y personal que culmina con un eclipsamiento del propio lenguaje”.
Estas imágenes me vienen de modo involuntario. Por lo general corresponden a algo visto o vivido personalmente; o bien por alguien que, sin proponercele, exita mi imaginación de tal modo que me permite una transportación de mi persona a la suya, de una mascara a otra. No descarto de principio aquellas imágenes que surgen atraves de conversaciones o lecturas; debo reconocer, sin embargo, que cuando me apropio de una de ellas siento que me muevo en terrenos mas inciertos y deleznables.
Tengo la impercion de que esta primera imagen se le ofrece al cuentista como un don de la musa. Y aunque no escribo poesia sospecho que esta imagen y el primer verso de un poema debe tener algo en comun. Aunque claro: una imagen no hace un cuento ni un verso ni un poema.
Poseo la convicción de que la anegdota forma parte inherente y sustancial de un buen cuento. Por supuesto que no tiene por que ser necesariamente una historia truculenta o efectista como se concebía en los inicios del genero. la anécdota puede ser tenue, tanto que da la impresión de estar ausente. Pero es en el trama en donde hallo el asidero que permitira que el lector se adentre en el texto, lo siga, se forme expectativas y busque el descenlace que permitiran que el cuento resulte algo mas que un ejercicio de ingenio o un mero artificio de lenguaje. Parto entonces de una imagen buscando evocar otras, inexistentes aun, en lo que se llamaria el proceso meditativo a traves del cual acumulo las lineas y detalles escenciales de la tan precasiada trama. A esto sigue la etapa de composición escrita mediante un proceso inductivo. Aquí la materia es sumamente dócil. Con extrema libertad tomo detalles de diversas fuentes cambio experiencias y trabajo distintamente con intuiciones, recuerdos, sentimientos o ideas.
Parto del principio de que la historia de un cuento no es, ni debe ser, la transportación a pie juntillas de una experiencia tomada de la vida real. Que un cuento requiere selección, síntesis, interes, que la primera obligación del cuentista es no aburrir al lector. Idealmente busco que el relato vaya adquiriendo vida propia, que tenga coherencia, profundidad,varacidad. Asi muchas veces el primer sorprendido soy yo, al fin primer lector, cuando descubro como diversos fragmentos de una escena o de un personaje van configurando un relato autonomo e independiente. Me asombro al descubrir que aquel grupo de adolecente que salia al campo de caceria se distraera de su final; de saber que aquella mujer de los lentes oscuros llevaba una vida triste y abulica; al enterarme de que el juego de las chicas en la nieve no es sino un entredacto de una serie de juegos mas intensos y perturbadores. Como resultado de esta fase obtengo lo que llamo un primer borrador.
He escuchado que muchos colegas esriben sus cuentos de primera intención de una sentada y una vez concluida no vuelven a tocarlos. Existen casos tan notables de buenos escritores que trabajan asi que no deja de admirarme su metodo de trabajo no es mi casa. Una vez que poseeo una idea mas o menos clara de lo que ocurrira en mi cuento me concentro en los detalles. Mucho se ha comentado el hecho de que los cuentistas – contrario a los novelistas – parten de situaciones mas que de caracteres. Todo demuestra que en efecto ocurre asi. Sin embargo, creo que se a menos preciado la importancia de la caracterizacion. A mi entender la creación de los personajes en el cuento debe ser sucinta, exacta y rica y se logra mediante una cuidadosa selección de los rasgos precisos y singulares de los protagonistas. El cuento requiere de una caracterizacion rapida e intensa y que, nos obstante, resulte asi mismo memorable. Una breve descripción fisica, el uso de cierto tipo de lenguaje en los dialogos, un comentario acerca de la gesticulación pueden proporcionar a lector una imagen dada y veras de los protagonistas. Mis personajes tanto me satisfacen cuando puedo sentir que crispin y chidra lograron cobrar vida propia o que entre las velas y pulgas del padre chel se logra sentir la ambigüedad de la naturaeza humana.
En el mas amplio sentido busco modelar a mis personajes a partir de seres de la ida real pero tengo especial interes en que ninguno se convierta en un retrato.la novelista inglesa elizabeth bowen ha comentado que los detalles fisicos de un cuento no se inventan, sino que se selecciona. De este modo un buen personaje debe ser el resultado de innumerables observaciones que se funden en la imaginación formando un ente unico. Como el caso de los dialogos, hombres y mujeres transcritos literalmente a la narrativa no resultarian convincentes. Para que un personaje suene real debe ser en cierto modo contradictorio y paradójico.
El otro aspecto que me interesa enormemente es el de la ambientacion. ¿Cómo lograr que el lector perciba espontáneamente el lugar y la situación donde se desarrolla la historia sin caer en los excesos de propicia el mero vicio de escribir?.
Busco, en la medida de mi capacidad, la deliniacion presisa, sin caer en el prolijo.
Estoy convencido de que los detalles especificos de una narración descansa gran parte del efecto de autencidad que debe producir un relato. Por otro lado, el ambiente y las escenificación deben coectarse directamente con la accion y el tono si se desea que adquieran sentido. En mi experiencia cuando escribi un cuento como “ en la oscuridad”, busque que el tono y el ambiente se complementaran formando una especie de cuadro negro en donde la mayor parte de lo que ocurre susede de noche y con cierto lujo de violencia. En otro cuento “ cruxificcion” trate de usar las estaciones del año como contrapunto a la perversidad desarollada durante los juegos del selecto grupo de colegialas reuinidas en la carpintería a la hora del recreo. La nieve y el invierno se sirvieron de fondo en ese viaje que va de la inocencia a la experiencia en lejos, en invierno y madrugada.
Tambien durante esta etapa de correccion atiendo otro aspecto que me resulta de vital imortancia para lograr el efecto de ritmo, velocidad y dosificación de la hitoria:me refiero ala edicion y montaje del cuento. Durante este proceso me dedico mas a quitar que añadir.entonces redusco o un cuento de 15 cuartillas a 12. cambio una cena del principio al final y saco aquello que en segunda lectura descubro me sirvio solo la muletilla para iniciar el relato.
En gran medida el éxito o fracaso de un cuento dependera de su descenlace.
En mi opinión el cuento, como el relato policiaco, la idea siempre una reto el autor y lector.
Estoy convencido de que todo cuento que se respete tiene la obligación de frustar las espactativas del lector. Esta frustración debe lograrse. Sin embargo, de una manera organica a la historia, sin buscar salidas faciles o forzadas. Un buen final debe conducir naturalmente al lector a una revelacion. En otras palabras todo cuento exige,por definición, un giro, un descubrimiento, un punto de infeccion que le da sentido y ate ccabos al tiempo que cierra el relato.
En lo personal me he inclinado aunque no de modo exclusivo, a favor de segundo tipo de resolucion, pues parto del principio de que el cuento ideal debe culminar de modo tenue, abierto y evocativo, en mi concepion ideal, un cuento debe relatar una historia que una vez leida deje el sentimiento de que su esenciase encuentra en un estato mas profundo que el de la mera anécdota.
Evito, en la medida de de lo posible, las conclusiones morales o cualquier otro tipo de mensaje explicito. Aspiro a narrar la manera natural y sencilla- que no es simple- con una voz ligeramente distante,
Como tantos otros suelo iniciar m cuento con una imagen, por lo comun de orden visual, nitida y concreta que surge de mi imaginacion por vias de la memoria de manera caprichosa y luego de un largo proceso de digestión: tres pre-adolesentes por el monte con el cuerpo infestado de garrapatas; una mujer que canta en el curso de una fiesta de pueblo con la mirada oculta tras unos lentes oscuros; un grupo de estudiantes que juegan entre la nieve en el patio de una escuela fuera de la hora del recreo y a la vista de un mozo. Una mujer bajo la lluvia con una cometa de papel en las manos. De vez en cuando he imaginado algun relato a traves de una imagen auditiva que me marca ritmo, tono y tempo: “ que nadie me denigre el triste papel de seductor lascivo cuando he sido tan solo un hombre que ama la justicia y la caballerosidad “. Con menos frecuencia parto de una idea. En mi libreta de notas encuentro frases como las siguiente: “ un eclipse geografico y personal que culmina con un eclipsamiento del propio lenguaje”.
Estas imágenes me vienen de modo involuntario. Por lo general corresponden a algo visto o vivido personalmente; o bien por alguien que, sin proponercele, exita mi imaginación de tal modo que me permite una transportación de mi persona a la suya, de una mascara a otra. No descarto de principio aquellas imágenes que surgen atraves de conversaciones o lecturas; debo reconocer, sin embargo, que cuando me apropio de una de ellas siento que me muevo en terrenos mas inciertos y deleznables.
Tengo la impercion de que esta primera imagen se le ofrece al cuentista como un don de la musa. Y aunque no escribo poesia sospecho que esta imagen y el primer verso de un poema debe tener algo en comun. Aunque claro: una imagen no hace un cuento ni un verso ni un poema.
Poseo la convicción de que la anegdota forma parte inherente y sustancial de un buen cuento. Por supuesto que no tiene por que ser necesariamente una historia truculenta o efectista como se concebía en los inicios del genero. la anécdota puede ser tenue, tanto que da la impresión de estar ausente. Pero es en el trama en donde hallo el asidero que permitira que el lector se adentre en el texto, lo siga, se forme expectativas y busque el descenlace que permitiran que el cuento resulte algo mas que un ejercicio de ingenio o un mero artificio de lenguaje. Parto entonces de una imagen buscando evocar otras, inexistentes aun, en lo que se llamaria el proceso meditativo a traves del cual acumulo las lineas y detalles escenciales de la tan precasiada trama. A esto sigue la etapa de composición escrita mediante un proceso inductivo. Aquí la materia es sumamente dócil. Con extrema libertad tomo detalles de diversas fuentes cambio experiencias y trabajo distintamente con intuiciones, recuerdos, sentimientos o ideas.
Parto del principio de que la historia de un cuento no es, ni debe ser, la transportación a pie juntillas de una experiencia tomada de la vida real. Que un cuento requiere selección, síntesis, interes, que la primera obligación del cuentista es no aburrir al lector. Idealmente busco que el relato vaya adquiriendo vida propia, que tenga coherencia, profundidad,varacidad. Asi muchas veces el primer sorprendido soy yo, al fin primer lector, cuando descubro como diversos fragmentos de una escena o de un personaje van configurando un relato autonomo e independiente. Me asombro al descubrir que aquel grupo de adolecente que salia al campo de caceria se distraera de su final; de saber que aquella mujer de los lentes oscuros llevaba una vida triste y abulica; al enterarme de que el juego de las chicas en la nieve no es sino un entredacto de una serie de juegos mas intensos y perturbadores. Como resultado de esta fase obtengo lo que llamo un primer borrador.
He escuchado que muchos colegas esriben sus cuentos de primera intención de una sentada y una vez concluida no vuelven a tocarlos. Existen casos tan notables de buenos escritores que trabajan asi que no deja de admirarme su metodo de trabajo no es mi casa. Una vez que poseeo una idea mas o menos clara de lo que ocurrira en mi cuento me concentro en los detalles. Mucho se ha comentado el hecho de que los cuentistas – contrario a los novelistas – parten de situaciones mas que de caracteres. Todo demuestra que en efecto ocurre asi. Sin embargo, creo que se a menos preciado la importancia de la caracterizacion. A mi entender la creación de los personajes en el cuento debe ser sucinta, exacta y rica y se logra mediante una cuidadosa selección de los rasgos precisos y singulares de los protagonistas. El cuento requiere de una caracterizacion rapida e intensa y que, nos obstante, resulte asi mismo memorable. Una breve descripción fisica, el uso de cierto tipo de lenguaje en los dialogos, un comentario acerca de la gesticulación pueden proporcionar a lector una imagen dada y veras de los protagonistas. Mis personajes tanto me satisfacen cuando puedo sentir que crispin y chidra lograron cobrar vida propia o que entre las velas y pulgas del padre chel se logra sentir la ambigüedad de la naturaeza humana.
En el mas amplio sentido busco modelar a mis personajes a partir de seres de la ida real pero tengo especial interes en que ninguno se convierta en un retrato.la novelista inglesa elizabeth bowen ha comentado que los detalles fisicos de un cuento no se inventan, sino que se selecciona. De este modo un buen personaje debe ser el resultado de innumerables observaciones que se funden en la imaginación formando un ente unico. Como el caso de los dialogos, hombres y mujeres transcritos literalmente a la narrativa no resultarian convincentes. Para que un personaje suene real debe ser en cierto modo contradictorio y paradójico.
El otro aspecto que me interesa enormemente es el de la ambientacion. ¿Cómo lograr que el lector perciba espontáneamente el lugar y la situación donde se desarrolla la historia sin caer en los excesos de propicia el mero vicio de escribir?.
Busco, en la medida de mi capacidad, la deliniacion presisa, sin caer en el prolijo.
Estoy convencido de que los detalles especificos de una narración descansa gran parte del efecto de autencidad que debe producir un relato. Por otro lado, el ambiente y las escenificación deben coectarse directamente con la accion y el tono si se desea que adquieran sentido. En mi experiencia cuando escribi un cuento como “ en la oscuridad”, busque que el tono y el ambiente se complementaran formando una especie de cuadro negro en donde la mayor parte de lo que ocurre susede de noche y con cierto lujo de violencia. En otro cuento “ cruxificcion” trate de usar las estaciones del año como contrapunto a la perversidad desarollada durante los juegos del selecto grupo de colegialas reuinidas en la carpintería a la hora del recreo. La nieve y el invierno se sirvieron de fondo en ese viaje que va de la inocencia a la experiencia en lejos, en invierno y madrugada.
Tambien durante esta etapa de correccion atiendo otro aspecto que me resulta de vital imortancia para lograr el efecto de ritmo, velocidad y dosificación de la hitoria:me refiero ala edicion y montaje del cuento. Durante este proceso me dedico mas a quitar que añadir.entonces redusco o un cuento de 15 cuartillas a 12. cambio una cena del principio al final y saco aquello que en segunda lectura descubro me sirvio solo la muletilla para iniciar el relato.
En gran medida el éxito o fracaso de un cuento dependera de su descenlace.
En mi opinión el cuento, como el relato policiaco, la idea siempre una reto el autor y lector.
Estoy convencido de que todo cuento que se respete tiene la obligación de frustar las espactativas del lector. Esta frustración debe lograrse. Sin embargo, de una manera organica a la historia, sin buscar salidas faciles o forzadas. Un buen final debe conducir naturalmente al lector a una revelacion. En otras palabras todo cuento exige,por definición, un giro, un descubrimiento, un punto de infeccion que le da sentido y ate ccabos al tiempo que cierra el relato.
En lo personal me he inclinado aunque no de modo exclusivo, a favor de segundo tipo de resolucion, pues parto del principio de que el cuento ideal debe culminar de modo tenue, abierto y evocativo, en mi concepion ideal, un cuento debe relatar una historia que una vez leida deje el sentimiento de que su esenciase encuentra en un estato mas profundo que el de la mera anécdota.
Evito, en la medida de de lo posible, las conclusiones morales o cualquier otro tipo de mensaje explicito. Aspiro a narrar la manera natural y sencilla- que no es simple- con una voz ligeramente distante,
Horacio Quiroga
(1879-1937)
Decálogo del perfecto cuentista
(1879-1937)
Decálogo del perfecto cuentista
I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
Horacio Quiroga
(1879-1937)
Manual del perfecto cuentista
(1879-1937)
Manual del perfecto cuentista
Una larga frecuentación de personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
“¡Estaba muerta!”.
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
“Nunca volvieron a verse”.
Puede ser más contenida aun:
“Sólo ella volvió el rostro”.
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
“Y así continuaron viviendo”.
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
“Fue lo que hicieron”.
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
“El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes”.
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del “leit-motiv”.
Final: “Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...”.
Comienzo del cuento: “Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...”.
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. “Todo es comenzar”. Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. “La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final”.
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
“Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros”.
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desideratum, en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
“De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas”.
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente en ello.
“Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada”.
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. “No cansar”. Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aun.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
“Era una hermosa noche de primavera” y “Había una vez...”.
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: “¡Cuidado! ¡Es hermosísima!”.
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. “Pálido como la muerte” y “Dar la mano derecha por obtener algo” son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
“Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos”.
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otros puntos de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más dificil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
“¡Estaba muerta!”.
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasar más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, cómo lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.
Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
“Nunca volvieron a verse”.
Puede ser más contenida aun:
“Sólo ella volvió el rostro”.
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
“Y así continuaron viviendo”.
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
“Fue lo que hicieron”.
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
“El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes”.
Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es este el truco del “leit-motiv”.
Final: “Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...”.
Comienzo del cuento: “Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...”.
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. “Todo es comenzar”. Nada más cierto, pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber a dónde se va. “La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final”.
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
“Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros”.
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes posibilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico de esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ya ha sido cogida por sorpresa, y esto constituye un desideratum, en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
“De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas”.
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente en ello.
“Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada”.
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro el lector salta en seguida. “No cansar”. Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perdérselo de un modo más miserable aun.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
“Era una hermosa noche de primavera” y “Había una vez...”.
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito... si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: “¡Cuidado! ¡Es hermosísima!”.
Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar común. “Pálido como la muerte” y “Dar la mano derecha por obtener algo” son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Esta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
“Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos”.
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...
La retórica del cuento
Horacio Quiroga
Horacio Quiroga
En estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el silencio -en literatura el silencio es siempre animador- en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completéla con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común deManual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.
“Una nueva retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.
El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.
Tal vez en ciertas épocas la historia total -lo que podríamos llamar argumento- fue inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! -decíase-. ¡Pobre cuento!” Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.
En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar.
Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de Bret-Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...” con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.
FIN
En literatura es preciso evitar:
1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.
2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.
3. La costumbre de caracterizar a sus personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.
4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.
5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.
6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.
7. Las frases, las escenas intencionalmente ligadas a determinado lugar o a determinada época: o sea, el ambiente local.
8. La enumeración caótica.
9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.
10. El antropomorfismo.
11. La confección de novelas cuya trama argumental recuérdela de otro libro. Por ejemplo, el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero.
12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.
13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.
14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.
15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:
16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.
José Balza- El cuento: el lince y el topo
1. El cuento –como una relación sexual– es algo que quiere extenderse pero que debe concluir pronto.
- Debe concluir para poder prolongarse.
- Un libro de relatos: encendidas ventanas (o estrellas) en la noche.
- Lectura para gente que duerme bien.
- Escritura que puede hablarse (o ser narrada).
- El cuento puede ser un animal: la serpiente (siempre que ésta sea como un relámpago).
- Leer un cuento: colaboració n de cuatro personas por lo menos: la del autor y la del texto; la del
otro y la de esa parte suya que lee.
- Voz de la distancia a/cercá ndose.***
- El poder (o paradoja) de un relato: su brevedad.
- El estilo y la distribució n de un cuento constituyen su absoluto.
- Ningú n relato puede ser repetido y sin embargo nada nuevo hay en cada cuento.
- Punto de sı́ntesis para lo que conocemos como novela, teatro, ó pera, cine, TV.
- Lo lejano tiene que ser pró ximo; lo pró ximo lejano. Y ambos inalcanzables dentro de ti.
- Lo inalcanzable: esa potencia de un presente que, al invadirnos, excluye totalmente cualquier
otra presencia.
- Un mapa visible que recubre territorios invisibles.
- Es un detalle que devora minucias, matices, datos mı́nimos hasta dejar de ser detalle.
- Hay relatos que explican y otros que exigen una explicació n.
- Unacombinacióndelicadadeloestáticoyelmovimiento:quépeligrosoesadministrarla.***
- El cuento –de acuerdo con su desarrollo– será la exacerbación de un personaje, de un ámbito o
un hecho. Pero no de todos ellos a la vez.
20.
21.
22.
23.
trama.
24.
25.
ausencia de sorpresa.
26. El principio, que es la parte de mayor inseguridad para el autor, debe proporcionar absoluta seguridad al lector.
21.
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trama.
24.
25.
ausencia de sorpresa.
26. El principio, que es la parte de mayor inseguridad para el autor, debe proporcionar absoluta seguridad al lector.
Aunquetodoenélconducealfinal,susecciónintermediaguardalavitalidaddelonarrado.
El cuento no vive de su final sino de la parte intermedia.
Por su comienzo o su final ningú n cuento posee intermedio.
La acción puede ocupar sólo unas palabras, pero éstas son esenciales para las escenas de la
El cuento no vive de su final sino de la parte intermedia.
Por su comienzo o su final ningú n cuento posee intermedio.
La acción puede ocupar sólo unas palabras, pero éstas son esenciales para las escenas de la
El cuentista verdadero só lo ansı́a (y teme) el arribo al final del texto.
La sorpresa última puede ser lo dicho al comienzo o una salida inesperada. También una
La sorpresa última puede ser lo dicho al comienzo o una salida inesperada. También una
27. Si un principio puede ser cambiado –después de haber sido escrito definitivamente el texto– el relato se derrumba.
***
- Cuento: no canta.
- Laacciónnarradaesunaagujaquecoseimágenes.
- Las imágenes del relato no pueden ser independientes de la acción, pero sı́ autónomas en su
esfericidad.
- Comparada con el cuento la cró nica es amorfa.
- De la crónica persisten en el texto ciertos destellos de la continuidad y alguna conexión con un
hecho real.
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- Lo periodı́stico se opone al cuento.
- Una noticia puede ser un cuento, pero nunca éste ser sólo noticia.
- Las noticias –o hechos o anécdotas– se transfiguran en motivos de un cuento; y el motivo
alimenta otra almendra: el tema.
***
- El lugar, ¿qué es el lugar para un cuento?
- En un cuento se despliega la imagen de un sitio. Un sitio da cuerpo al ámbito narrado. Pero el
cuentista –al escribir– ocupa un lugar que no existe o que está en todas partes.
- Mejor mientras menos muestra al autor; mejor mientras más permite reconocer a su autor.
- No puedo ver un sitio nuevo sin presentir –y, en verdad, escribir imaginariamente– lo que allı́
pudo o pudiera ocurrir.
40. No hay un rincón del cuento que no haya sido recorrido –antes de la escritura–, por el pensamiento.
41. Los cuentos de un autor representan las constantes de su pensamiento; pero cada texto guarda tales matices que siempre debe parecer escrito por un hombre distinto.
40. No hay un rincón del cuento que no haya sido recorrido –antes de la escritura–, por el pensamiento.
41. Los cuentos de un autor representan las constantes de su pensamiento; pero cada texto guarda tales matices que siempre debe parecer escrito por un hombre distinto.
- Aunque su tema sea ú nico el cuentista nunca será el mismo.
- El cuento no admite vacilación en ninguna de sus palabras. Cada una deja de existir por sı́
misma para conducir a la pró xima. Y la ú ltima es, proporcionalmente, la primera.
44. No importa que su palpitante final te haga creer que ya lo has consumido: volverás a leerlo para retomar su estilo o una frase o una situació n.
44. No importa que su palpitante final te haga creer que ya lo has consumido: volverás a leerlo para retomar su estilo o una frase o una situació n.
***
- Lo más hondo del cuento es aquello que el autor olvidó decir y que sin embargo está dicho.
- Guarda tras de sı́ todos los mitos. Pero hay algo que nos impide reconocerlos: constituyen parte
de la forma.
47. Cuando se elige deliberadamente un mito para ilustrar o sostener cierta trama, aquel se convierte entonces en tema.
48. Pueden ser tocados los sı́mbolos. Pero esto ocurre también con cualquier otro cuerpo de la escritura: el poema, el drama, la novela.
47. Cuando se elige deliberadamente un mito para ilustrar o sostener cierta trama, aquel se convierte entonces en tema.
48. Pueden ser tocados los sı́mbolos. Pero esto ocurre también con cualquier otro cuerpo de la escritura: el poema, el drama, la novela.
- Computare: cifra de lo contado.
- Cree en un maestro –Quiroga, Borges, Meneses, Cortázar, Rulfo– como a veces en ti mismo.
- En un cuento cabe encerrar el todo de una personalidad o de una nación (R. Castagnino).
- Y no siendo Historia porque toca fábulas, ni mentira porque toca Historia, tiene por objeto el verosímil, que todo lo abraza (Pinciano, en palabras de Alfonso Reyes).
53. En un tiempo menos discreto que el de agora, aunque de hombres más sabios, se llamaban a las novelas cuentos (Lope de Vega).
54. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado el tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario (Cortázar).
54. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado el tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario (Cortázar).
- Lo que más me gusta de la mano es el puño (Gü iraldes).
- Pensar sobre el cuento: pensar una larva imposible.
- El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría secreta(Ramos Sucre).
Decálogo del escritor de minicuentos
Uno. Escribir o leer cuentos largos acorta la vida.
Dos. Escribir o leer cuentos cortos no alarga la vida, pero la enriquece.
Tres. En la naturaleza del cuento corto está el ser caprichoso, imprevisible e impuntual. No le gusta ser citado, previsto, preparado. El cuento corto simplemente sucede.
Cuatro. Que no te digan que el cuento corto no es profundo. Replícales con este, cortísimo y de quién sabe quién, que trata de toda la condición humana: “Nació, vivió, murió”.
Cinco. No creas que suprimiéndole palabras a un cuento largo obtendrás un cuento corto. El cuento corto suele nacer ya con su justo número de palabras.
Seis. Un cuento, si corto, dos veces buen cuento.
Siete. Más vale cuento corto volando por los aires que novela larga arrastrándose por tierra.
Ocho. El que a cuento corto mata… quizá de novela larga muera.
Nueve. Un cuento de cincuenta páginas es un cuento corto si está narrado con la máxima velocidad. (Pero debes saber que es dificilísimo, prácticamente imposible, lograr esa velocidad en cincuenta páginas.)
Diez. Dios, si existiera, sería un cuento corto… aunque eterno.
Con respeto para don Pepe (¡Gulp!)
José de la Colina es un escritor singular y su prosa es una de las mejores de México
Octavio Paz
Queridos amigos:
Para un buen escritor escribir novelas es fácil, ya que se tiene el argumento es cuestión de escribir 10 páginas diarias y en 27 días se tiene una novela de 270 hojas, después viene el proceso más difícil: la revisión del manuscrito, se agregan o se quitan hojas, esto lleva mucho tiempo hasta dejar un buen trabajo.
Escribir un cuento corto en cambio, no es cuestión de tiempo sino que en pocas palabras se debe tener el inicio, el nudo de la historia y el desenlace. Ahí viene el problema, durante nuestra vida hemos oído multitud de historias, chistes, anécdotas, etcétera, que se quedan en el subconsciente. Al escritor se le ocurre escribir un cuento corto y como me ha pasado a mí, puede suceder que uno de mis escasos lectores haga el comentario (cierto o no, aunque lo más seguro es que sí): “ese chiste ya lo sabía”, o como un cínico compadre que tengo que de plano me dijo: “ya ni la friegas, te fusilaste esa historieta. Lo único que hiciste fue cambiarle el título.” Como ustedes comprenderán quedo “todo corrido”.
Lo anterior lo ha descrito de forma magistral don Pepe, leamos sus palabras:
“Quien esto escribe les diré que muchos de mis cuentos cortos son historias reales o chistes o anécdotas que me visitaron en diferentes épocas y que supuestamente se me olvidaron. Mis cuentos tienen, por eso, diferentes estilos y grados de significación, importancia, trivialidad (de lo que me disculpo) o «visión del mundo». Por eso muchos de los argumentos de mis cuentos no son míos (aunque quien esto escribe si responda por su redacción)”.
Como se darán cuenta no es fácil escribir cuentos cortos aunque uno trate de no caer en lugares comunes y argumentos ya manoseados. Ahora les pondré tres cuentos de don Pepe, espero que no hayan leído algo semejante de otro u otros autores:
El final del principio
Aprovechando que Dios, tras haber trabajado 6 días de la semana en la creación del mundo, se había tomado el domingo y retirado a descansar, el diablo entró en la Tierra y fundó la Historia.
Narciso
Contemplándose en la luna del armario, se apuñalo el pecho y cayó muerto.
Pero como el puñal del reflejo no era concreto, el Narciso del espejo permaneció vivo y en pie.
Los egipcios, los romanos y los gatos
He aquí la manera como los egipcios fueron vencidos por los sitiadores romanos a causa de su reverencia hacia la especie felina.
Habiendo los asaltantes situado gatos en la avanzada de sus tropas, los súbditos de los faraones prefirieron abandonar el combate y no lastimar a los sagrados animales.
(Más tarde, la revuelta egipcia sólo se encendió el día en que uno de los soldados ocupantes osó patear a un flaco y bizco micifuz de raza vulgar)
Juan Bosch
(República Dominicana, 1909-2001)
(República Dominicana, 1909-2001)
Apuntes sobre el arte de escribir cuentos
El cuento es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable e lo que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas.
Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidd de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.
“Importancia” no quiere decir aquí novedad, caso insólito acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.
Aprender a discernir donde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la “tekné” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.
A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.
El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.
El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. El es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo ue se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.
Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamenta en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea delibero damente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.
La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa corta frase tenía —y tiene aún enla gente del pueblo— un valor de conjuro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Seber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera fase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una disgresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó, la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principos en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras —búsqueda y selección— implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelista y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas para novelas y cuentos” que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante en esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.
Lo primero que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidd de los lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un cuento.
“Importancia” no quiere decir aquí novedad, caso insólito acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.
Aprender a discernir donde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación: es la “tekné” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado imprescindible en el bagaje del artista.
A menos que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La palabra proviene del latín computus, y es inútil tratar de rehuir el significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no es cuentista.
De paso diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo más esencial de su estructura.
El interés que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso.
El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, si no como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. El es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo ue se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra. Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil, pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.
Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamenta en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea delibero damente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.
La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”. Esa corta frase tenía —y tiene aún enla gente del pueblo— un valor de conjuro; ella sola bastaba a despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Seber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera fase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.
Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una disgresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó, la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.
En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principos en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.
La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras —búsqueda y selección— implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. El buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.
Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelista y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, “temas para novelas y cuentos” que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.
Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante en esto: El que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.
II
El cuento es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ira todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina.
La primera tarea que el cuentista de e imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.
Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema.
Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, están fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.
Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en iritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.
Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”, el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores.
El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato.
El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa* y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso.
Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en términos esencialmente humanos.
La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el momento en que el cuentista lo escoge por tema.
Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbre o para una página de buen humor.
El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las linde de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.
Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que conmueva a los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.
Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser de captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.
Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe. t tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podra garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.
Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; e n un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra si él no es parte importante en el curso de la acción.
El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.
El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella.
Pues sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre el lector.
La primera tarea que el cuentista de e imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un tema.
Ya he dicho que aprender a discernir dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento. Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho; todos esos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el tema.
Aislado el tema, y debidamente estudiado desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que desvíe al autor un milímetro del tema, están fuera de lugar y deben ser aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala, como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.
Cuando el cuentista esconde el hecho a la atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la marcha se mantuvo en iritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.
Todo lo contrario resulta si el cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha será zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”, el mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el cuento no puede haber confusión de valores.
El cuentista avezado sabe que su tarea es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta, que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del resto del relato.
El cuento debe ser presentado al lector como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo, la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa* y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma, serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del goloso.
Ahora bien, en cuanto al hecho que da el tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea del lector; luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento. En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales, elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en términos esencialmente humanos.
La selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente en el momento en que el cuentista lo escoge por tema.
Si el tema no satisface ciertas condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un artículo de costumbre o para una página de buen humor.
El tema requiere un peso específico que lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio, heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales, positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no traspasan las linde de lo local; son universales en el habitante de las grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.
Todo lo dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que conmueva a los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y adonde quiera que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas.
Ahora bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá para un cuento. A veces el cuento está determinado por la mecánica misma del hecho, pero también puede estarlo por su esencia, por sus motivaciones o por su apariencia formal. Un ladronzuelo cogido in fraganti puede dar un cuento excelente si quien lo sorprende robando es un hermano, agente de policía, o si la causa del robo es el hambre de la madre del descuidero; y puede ser también un magnífico cuento si se trata del primer robo del autor y el cuentista sabe presentar el desgarrón psicológico que supone traspasar la barrera que hay entre el mundo normal y el mundo de los delincuentes. En los tres casos el hecho-tema sería distinto; en el primero, se hallaría en la circunstancia de que el hermano del ladrón es agente de policía; en el segundo, en el hambre de la madre; en el tercero, en el desgarrón psicológico. De donde puede colegirse por qué hemos insistido en que el hecho que sirve de tema debe estar libre de apariencias y de todo cuanto no sea expresión legítima de su sustancia. Pues en estos tres posibles cuentos el tema parece ser de captura del ladronzuelo mientras roba, y resulta que hay tres temas distintos, y en los tres la captura del joven delincuente es un camino hacia el corazón del hecho-tema.
Aprender a ver un tema, saber seleccionarlo, y aún dentro de él hallar el aspecto útil para desarrollar el cuento, es parte importantísima en el arte de escribir cuentos. La rígida disciplina mental y emocional que el cuentista ejerce sobre sí mismo comienza a actuar en el acto de escoger el tema. Los personajes de una novela contribuyen en la redacción del relato por cuanto sus caracteres, una vez creados, determinan en mucho el curso de la acción. Pero en el cuento toda la obra es del cuentista y esa obra está determinada sobre todo por la calidad del tema. Antes de sentarse a escribir la primera palabra, el cuentista debe. t tener una idea precisa de cómo va a desenvolver su obra. Si esta regla no se sigue, el resultado será débil. Por caso de adivinación, en un cuentista nato de gran poder, puede darse un cuento muy bueno sin seguir esta regla; pero ni aún el mismo autor podra garantizar de antemano qué saldrá de su trabajo cuando ponga la palabra final. En cambio, otra cosa sucede si el cuentista trabaja conscientemente y organiza su construcción al nivel del tema que elige.
Así como en la novela la acción está determinada por los caracteres de sus protagonistas, en el cuento el tema da la acción. La diferencia más drástica entre el novelista y el cuentista se halla en que aquel sigue a sus personajes mientras que éste tiene que gobernarlos. La acción del cuento está determinada por el tema pero tiene que ser dictatorialmente regida por el cuentista; no puede desbordarse ni cumplirse en todas sus posibilidades, sino únicamente en los términos estrictamente imprescindibles al desenvolvimiento del cuento y entrañablemente vinculados al tema. Los personajes de una novela pueden dedicar diez minutos a hablar de un cuadro que no tiene función en la trama de la novela; e n un cuento no debe mencionarse siquiera en cuadra si él no es parte importante en el curso de la acción.
El cuento es el tigre de la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre.
El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector, o instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella.
Pues sucede que en la oculta trama de ese arte difícil que es escribir cuentos, el lector y el tema tienen un mismo corazón. Se dispara a uno para herir al otro. Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre el lector.
III
Hay una acepción del vocablo “estilo” que lo identifica con el modo, la forma, la manera particular de hacer algo. Según ella, el uso, la práctica o la costumbre en la ejecución de ésta o aquella obra implica un conjunto de reglas que debe ser tomado en cuenta a la hora de realizar esa obra.
¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.
Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad. Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.
Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares.
Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.
La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.
La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de h se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quderase en las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que los llevan dentro.
Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Partok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros.
Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.
Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el relato de un hecho, un solo, y ese hecho —que es el tema— tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.
Ante dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”.
La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del atletismo”.
Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.
Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria. [1]
“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho...” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.
El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho -uno solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.
Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov —y sin duda de otros autores—, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.
¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?
Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?
Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española —porque no conocemos caso parecido en otros idiomas— se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?
A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.
Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento.[2]
Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escritura y poesía.
Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento —el llamado “cuento abstracto”—, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.
Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento?
En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen a relatar a acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter ó destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.
Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.
Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.
Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones.
La primera ley es la ley de la fluencia constante.
La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más lento más vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.
Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.
La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción.
La palabra puede exponer la acción pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria es la que dé paso a a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.
Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho —y de no ser así no está escribiendo un cuento—, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.
Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.
Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro.
Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.
En la naturaleza, activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.
Caracas, septiembre de 1958.
¿Se conoce algún estilo, en el sentido de modo o forma, en la tarea de escribir cuentos? Sí. Pero como cada cuento es un universo en sí mismo, que demanda el don creador en quien lo realiza, hagamos desde este momento una distinción precisa: el escritor de cuentos es un artista; y para el artista -sea cuentista, novelista, poeta, escultor, pintor, músico- las reglas son leyes misteriosas, escritas para él por un senado sagrado que nadie conoce; y esas leyes son ineludibles.
Cada forma, en arte, es producto de una suma de reglas, y en cada conjunto de reglas hay divisiones: las que dan a una obra su carácter como género, y las que rigen la materia con que se realiza. Unas y otras se mezclan para formar el todo de la obra artística, pero las que gobiernan la materia con que esa obra se realiza resultan determinantes en la manera peculiar de expresarse que tiene el artista. En el caso del autor de cuentos, el medio de creación de que se sirve es la lengua, cuyo mecanismo debe conocer a cabalidad. Del conjunto de reglas hagamos abstracción de las que gobiernan la materia expresiva. Esas son el bagaje primario del artista, y con frecuencia él las domina sin haberlas estudiado a fondo. Especialmente en el caso de la lengua, parece no haber duda de que el escritor nato trae al mundo un conocimiento instintivo de su mecanismo que a menudo resulta sorprendente, aunque tampoco parece haber duda de que ese don mejora mucho cuando el conocimiento instintivo se lleva a la conciencia por la vía del estudio.
Hagamos abstracción también de las reglas que se refieren a la manera peculiar de expresarse de cada autor. Ellas forman el estilo personal, dan el sello individual, la marca divina que distingue al artista entre la multitud de sus pares.
Quedémonos por ahora con las reglas que confieren carácter a un género dado; en nuestro caso, el cuento. Esas reglas establecen la forma, el modo de producir un cuento.
La forma es importante en todo arte. Desde muy antiguo se sabe que en lo que atañe a la tarea de crearla, la expresión artística se descompone en dos factores fundamentales: tema y forma. En algunas artes la forma tiene más valor que el tema; ese es el caso de la escultura, la pintura y la poesía, sobre todo en los últimos tiempos.
La estrecha relación de todas las artes entre sí, determinada por el carácter que le imprime al artista la actitud del conglomerado social ante los problemas de su tiempo -de su generación-, nos lleva a tomar nota de que a menudo un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos influye en el estilo de otros. No nos hallamos ahora en el caso de investigar si en realidad se produce esa influencia con intensidad decisiva o si todas las artes cambian de estilo a causa de cambios profundos introducidos en la sensibilidad social por otros factores. Pero debemos admitir que hay influencias. Aunque estamos hablando del cuento, anotemos de paso que la escultura, la pintura y la poesía de h se realizan con la vista puesta en la forma más que en el tema. Esto puede parecer una observación estrafalaria, dado que precisamente esas artes han escapado a las leyes de la forma al abandonar sus antiguos modos de expresión. Pero en realidad, lo que abandonaron fue su sujeción al tema para entregarse exclusivamente a la forma. La pintura y la escultura abstractas son sólo materia y forma, y el sueño de sus cultivadores es expulsar el tema en ambos géneros. La poesía actual se inclina a quderase en las palabras y la manera de usarlas, al grado que muchos poemas modernos que nos emocionan no resistirían un análisis del tema que los llevan dentro.
Volveremos sobre este asunto más tarde. Por ahora recordemos que hay un arte en el que tema y forma tienen igual importancia en cualquier época: es la música. No se concibe música sin tema, lo mismo en el Mozart del siglo XVIII que en el Partok del siglo XX. Por otra parte, el tema musical no podría existir sin la forma que lo explica debido a que la música debe ser interpretada por terceros.
Pero en la novela y en el cuento, que no tienen intérpretes sino espectadores del orden intelectual, el tema es más importante que la forma, y desde luego mucho más importante que el estilo con que el autor se expresa.
Todavía más: en el cuento el tema importa más que en la novela. Pues en su sentido estricto, el cuento es el relato de un hecho, un solo, y ese hecho —que es el tema— tiene que ser importante, debe tener importancia por sí mismo, no por la manera de presentarlo.
Ante dije que “un cuento no puede construirse sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador, se halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en las palancas que mueven su máquina”.
La convicción de que el cuento tiene que ceñirse a un hecho, y sólo a uno, es lo que me ha llevado a definir el género como “el relato de un hecho que tiene indudable importancia”. A fin de evitar que el cuentista novel entendiera por hecho de indudable importancia un suceso poco común, expliqué en esa misma oportunidad que “la importancia del hecho es desde luego relativa; mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los lectores”; y más adelante decía que “importancia no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La propensión a escoger argumentos poco frecuentes como temas de cuentos puede conducir a una deformación similar a la que sufren en sus estructuras musculares los profesionales del atletismo”.
Hasta ahora se ha tenido la brevedad como una de las leyes fundamentales del cuento. Pero la brevedad es una consecuencia natural de la esencia misma del género, no un requisito de la forma. El cuento es breve porque se halla limitado a relatar un hecho y nada más que uno. El cuento puede ser largo, y hasta muy largo, si se mantiene como relato de un solo hecho. No importa que un cuento esté escrito en cuarenta páginas, en sesenta, en ciento diez; siempre conservará sus características si es el relato de un solo acontecimiento, así como no las tendrá si se dedica a relatar más de uno, aunque lo haga en una sola página.
Es probable que el cuento largo se desarrolle en el porvenir como el tipo de obra literaria de más difusión, pues el cuento tiene la posibilidad de llegar al nivel épico sin correr el riesgo de meterse en el terreno de la epopeya, y alcanzar ese nivel con personajes y ambientes cotidianos, fuera de las fronteras de la historia y en prosa monda y lironda, es casi un milagro que confiere al cuento una categoría artística en verdad extraordinaria. [1]
“El arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse a él resueltamente, sin darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho...” dije antes. Obsérvese que el novelista sí da caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho central que sirve de tema a su relato; y es la descripción de esos sucesos -a los que podemos calificar de secundarios- y su entrelazamiento con el suceso principal, lo que hace de la novela un género de dimensiones mayores, de ambiente más variado, personajes más numerosos y tiempo más largo que el cuento.
El tiempo del cuento es corto y concentrado. Esto se debe a que es el tiempo en que acaece un hecho -uno solo, repetimos-, y el uso de ese tiempo en función de caldo vital del relato exige del cuentista una capacidad especial para tomar el hecho en su esencia, en las líneas más puras de la acción.
Es ahí, en lo que podríamos llamar el poder de expresar la acción sin desvirtuarla con palabras, donde está el secreto de que el cuento pueda elevarse a niveles épicos. Thomas Mann sintió el aliento épico en algunos cuentos de Chejov —y sin duda de otros autores—, pero no dejó constancia de que conociera la causa de ese aliento. La causa está en que la epopeya -el héroe- es un artista de la acción pura, un cuentista lleva a categoría épica el relato de un hecho realizado por hombres y mujeres que no son héroes en el sentido convencional de la palabra, el cuentista tiene el don de crear la atmósfera de la epopeya sin verse obligado a recurrir a los grandes actores del drama histórico y a los episodios en que figuraron.
¿No es esto un privilegio en el mundo del arte?
Aunque hayamos dicho que en el cuento el tema importa más que la forma, debemos reconocer que hay una forma -en cuanto manera, uso o práctica de hacer algo- para poder expresar la acción pura, y que sin sujetarse a ella no hay cuento de calidad. La mayor importancia del tema en el género cuento no significa, pues, que la forma puede ser manejada a capricho por el aspirante a cuentista. Si lo fuera, ¿cómo podríamos distinguir entre cuento, novela e historia, géneros parecidos pero diferentes?
Para el cuento hay una forma. ¿Cómo se explica, pues, que en los últimos tiempos, en la lengua española —porque no conocemos caso parecido en otros idiomas— se pretenda escribir cuentos que no son cuentos en el orden estricto del vocablo?
A pesar de la familiaridad de los géneros, una novela no puede ser escrita con forma de cuento o de historia, ni un cuento con forma de novela o de, relato histórico, ni una historia como si fuera novela o cuento.
Un eminente crítico chileno escribió hace algunos años que “junto al cuento tradicional” al cuento “que puede contarse”, con principio, medio y fin, el conocido y clásico, existen otros que flotan elásticos, vagos, sin contornos definidos ni organización rigurosa. Son interesantísimos y, a veces, de una extremada delicadeza; superan a menudo a sus parientes de antigua prosapia; pero ¿cómo negarlo, cómo discutirlo? Ocurre que no son cuentos; son otra cosa: divagaciones, relatos, cuadros, escenas, retratos imaginarios, estampas, trozos o momentos de vida; son y pueden ser mil cosas más; pero, insistimos, no son cuentos, no deben llamarse cuentos. Las palabras, los nombres, los títulos, calificaciones y clasificaciones tienen por objeto aclarar y distinguir, no obscurecer o confundir las cosas. Por eso al pan conviene llamarlo pan. Y al cuento, cuento.[2]
Pero sucede que como hemos dicho hace poco, un cambio en el estilo de ciertos géneros artísticos se refleja en el estilo de otros. La pintura, la escultura y la poesía están dirigiéndose desde hace algún tiempo a la síntesis de materia y forma, con abandono del tema; y esta actitud de pintores, escultores y poetas ha influido en la concepción del cuento americano, o el cuento de nuestra lengua ha resultado influido por las misma causas que han determinado el cambio de estilo en pintura, escritura y poesía.
Por una o por otra razón, en los cuentistas nuevos de América se advierte una marcada inclinación a la idea de que el cuento debe acumular imágenes literarias sin relación con el tema. Se aspira a crear un tipo de cuento —el llamado “cuento abstracto”—, que acaso podrá llegar a ser un género literario nuevo, producto de nuestro agitado y confuso siglo XX, pero que no es ni será cuento.
Ahora bien, ¿cuál es la forma del cuento?
En apariencia, la forma está implícita en el tipo de cuento que se quiera escribir. Los hay se dirigen a relatar a acción, sin más consecuencias; los hay cuya finalidad es delinear un carácter ó destacar el aspecto saliente de una personalidad; otros ponen de manifiesto problemas sociales, políticos, emocionales colectivos o individuales; otros buscan conmover al lector, sacudiendo su sensibilidad con la presentación de un hecho trágico o dramático, en cada caso el cuentista tiene que ir desenvolviendo el tema en forma apropiada a los fines que persigue.
Pero esa forma es la de cada cuento y cada autor; la que cambia y se ajusta no sólo al tipo de cuento que se escribe sino también a la manera de escribir del cuentista. Diez cuentistas diferentes pueden escribir diez cuentos dramáticos, tiernos, humorísticos, con diez temas distintos y con diez formas de expresión que no se parezcan entre sí; y los diez cuentos pueden ser diez obras maestras.
Hay, sin embargo, una forma sustancial; la profunda, la que el lector corriente no aprecia, a pesar de que a ella y sólo a ella se debe que el cuento que está leyendo le mantenga hechizado y atento al curso de la acción que va desarrollándose en el relato o al destino de los personajes que figuran en él. De manera intuitiva o consciente, esa forma ha sido cultivada con esmero por todos los maestros del cuento.
Esa forma tiene dos leyes ineludibles, iguales para el cuento hablado y para el escrito; que no cambian por el cuento sea dramático, trágico, humorístico, social, tierno, de ideas, superficial o profundo; que rigen el alma del género lo mismo cuando los personajes son ficticios que cuando son reales, cuando son animales o plantas, agua o aire, seres humanos, aristócratas, artistas o peones.
La primera ley es la ley de la fluencia constante.
La acción no puede detenerse jamás; tiene que correr con libertad en el cauce que le haya fijado el cuentista, dirigiéndose sin cesar al fin que persigue el autor; debe correr sin obstáculos y sin meandros; debe moverse al ritmo que imponga el tema —más lento más vivaz—, pero moverse siempre. La acción puede ser objetiva o subjetiva, externa o interna, física o psicológica; puede incluso ocultar el hecho que sirve de tema si el cuentista desea sorprendernos con un final inesperado. Pero no puede detenerse.
Es en la acción donde está la sustancia del cuento. Un cuento tierno debe ser tierno porque la acción en sí misma tenga cualidad de ternura, no porque las palabras con que se escribe el relato aspiren a expresar ternura; un cuento dramático lo es debido a la categoría dramática del hecho que le da vida, no por el valor literario de las imágenes que lo exponen. Así, pues, la acción por sí misma, y por su única virtualidad, es lo que forma el cuento. Por tanto, la acción debe producirse sin estorbos, sin que el cuentista se entrometa en su discurrir buscando impresionar al lector con palabras ajenas al hecho para convencerlo de que el autor ha captado bien la atmósfera del suceso.
La segunda ley se infiere de lo que acabamos de decir y puede expresarse así: el cuentista debe usar sólo las palabras indispensables para expresar la acción.
La palabra puede exponer la acción pero no puede suplantarla. Miles de frases son incapaces de decir tanto como una acción. En el cuento la frase justa y necesaria es la que dé paso a a la acción, en el estado de mayor pureza que pueda ser compatible con la tarea de expresarla a través de palabras y con la manera peculiar que tenga cada cuentista de usar su propio léxico.
Toda palabra que no sea esencial al fin que se ha propuesto el cuentista resta fuerza a la dinámica del cuento y por tanto lo hiere en el centro mismo de su alma. Puesto que el cuentista debe ceñir su relato al tratamiento de un solo hecho —y de no ser así no está escribiendo un cuento—, no se halla autorizado a desviarse de él con frases que alejen al lector del cauce que sigue la acción.
Podemos comparar el cuento con un hombre que sale de su casa a evacuar una diligencia. Antes de salir ha pensado por dónde irá, qué calles tomará, qué vehículo usará; a quién se dirigirá, qué le dirá. Lleva un propósito conocido. No ha salido a ver qué encuentra, sino que sabe lo que busca.
Ese hombre no se parece al que divaga, pasea; se entretiene mirando flores en un parque, oyendo hablar a dos niños, observando una bella mujer que pasa; entra en un museo para matar el tiempo; se mueve de cuadro en cuadro; admira aquí el estilo impresionista de un pintor y más allá el arte abstracto de otro.
Entre esos dos hombres, el modelo del cuentista debe ser el primero, el que se ha puesto en acción para alcanzar algo. También el cuento es un tema en acción para llegar a un punto. Y así como los actos del hombre de marras están gobernados por sus necesidades, así la forma del cuento está regida por su naturaleza activa.
En la naturaleza, activa del cuento reside su poder de atracción, que alcanza a todos los hombres de todas las razas en todos los tiempos.
Caracas, septiembre de 1958.
[1] Debemos esta aguda observación a Thomas Mann, quien en “Ensayos sobre Chejov”, traducción de Aquilino Duque (en Revista Nacional de Cultura, Caracas, Venezuela, marzo-abril de 1960, págs. 52 y siguientes), dice que Chejov había sido para el “un hombre de la forma pequeña, de la narración breve que no exigía la heroica perseverancia de años y decenios, sino que podía ser liquidada en unos días o unas semanas por cualquier frívolo del Arte. Por todo esto abrigaba yo un cierto desprecio (por la obra de Chejov), sin acabar de apercibirme de la dimensión interna, de la fuerza genial que logra lo breve y lo suscinto que en su acaso admirable concisión encierran toda la plenitud de la vida y se elevan decididamente a un nivel épico...”.
[2]Alone (Hernán Díaz Arrieta), Crónica Literaria”, en “El Mercurio”, Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
[2]Alone (Hernán Díaz Arrieta), Crónica Literaria”, en “El Mercurio”, Santiago de Chile, 21 de agosto de 1955.
¡Compita, gracias por compartir! Sólo estaría chido por ahí un enlace a la fuente original. Abrazos.
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